martes, 22 de noviembre de 2016

El puente de hierro

Mis pies necesitaban un paréntesis. La  mala elección del calzado me acababa de provocar dos protuberancias de un centímetro de diámetro en cada talón, similares a una burbuja. Ese hecho me incapacitó temporalmente. Cuatro días antes, bajé de un autobús en la localidad donde Gaudí erigió el Palacio episcopal. Once años atrás, en ese lugar tuve que interrumpir la promesa de recorrer el camino de Santiago. Ahora jubilado, disponía de todo el tiempo para terminarlo cuando me recuperase. Estaba leyendo en la cama de un hostal, la tarde anterior el farmacéutico al que acudí, al ver el deplorable estado de mis extremidades inferiores, me recomendó un breve descanso hasta que las heridas cauterizasen. Seguí su consejo guardando reposo. Llevaba dos horas despierto, necesitaba ir al baño, me incorporé, con cuidado me puse las chanclas, dejé las gafas para lavarme, de repente: un griterío del exterior interrumpió  mi aseo, sin secarme bien y olvidando las lentes en la pileta, me acerqué a la ventana con premura. En la calle, un séquito de hombres agasajaba  a otro; lo rodeaban, lo lanzaron  al cielo gris del mediodía para cogerlo otra vez, enfervorecidos gritaban su nombre, alguna señora le dio un beso maternal, los canticos de la comitiva impregnaban la plaza con un sonido carnavalesco que no comprendí. Cogí el teléfono móvil, entré en internet para saber el motivo de esa celebración. Encendí el plasma que, anclado a la pared permanecía apagado. Busqué el canal autonómico, fui pasando de uno en uno, al llegar a Telecinco, me detuve un instante: unas chicas y chicos y viceversa, debatían sin aspavientos si los poetas del siglo de oro fueron el génesis de los actuales duelos de gallos entre  raperos. En el televisor no encontré nada, desistí, seguí indagando en la red. No podía creer las noticias de la prensa digital, las crónicas decían lo siguiente: “Arrebatan la alcaldía de una ciudad, gracias al voto de un concejal que diez años antes, cuando ejercía de regidor de la misma, tuvo que dimitir por la sentencia de un tribunal, al quedar demostrado el acoso sexual al que había sometido a una concejala de su propio partido” Continué leyendo por la hemeroteca de varios periódicos: En el dos mil tres se había formado un revuelo muy grande en los medios de comunicación de todo el país que seguían el caso, la consorte del presidente del gobierno por aquel entonces, le envió su apoyo incondicional al alcalde -éste- pertenecía al mismo partido que su marido, aunque la concejala  también lo era, casi nadie la arropó. Intentaron borrar el desagravio con una manifestación a favor de él, ediles de la misma formación  y hasta un cantautor local sé postuló de su lado  -No podía ser cierto -Hay algo que no es como me dicen- pensaba-. Seguí hurgando para averiguar el paradero de ella. La conclusión final a la que llegué después de contrastar opiniones, fue: La víctima tuvo que exiliarse ante el revuelo que había desatado. En cambio él, volvió a la política, regentaba varios negocios, y paseaba incólume por las calles, sabiendo que el paso del tiempo sería su aliado. Un ¡ay! Quejumbroso retumbó en mí interior, estúpida población estrafalaria –pensé-. La irónica efeméride quedaría señalada vergonzosamente  al recordar la esperpéntica  fecha en la que estábamos: ocho de marzo de dos mil trece “día de la mujer” fúnebre final de un chiste sin gracia. El significativo  nombre del instituto de enseñanza  que tenía tan cerca,  invitaba a gritar la escueta  expresión de Espronceda cobrando ésta un sentido excelso. Solté un quejido agrio al pronunciar: ¡pobre ciudad sin memoria! emblema de sainete vanguardista, tierra de niebla insana, donde la gente permanecía mayormente alelada, dulcemente anestesiada, cómplice del tirano, verdugos de la víctima. No pocas personas la mancillaron  hasta el escarnio público, con una violencia verbal tan extremadamente cruel que se sintió culpable sin serlo. Asqueada, desapareció como una proscrita. Nadie supo dónde, -mejor-excepto el círculo familiar. Su delito; ser joven, guapa, y ambiciosa, atributos valorados en el hombre, estigma que conducía al cadalso si era una dama. Hice una pausa para digerir lo que acababa de conocer. Me picaban los ojos, eché en falta las gafas, fui a buscarlas, me las puse y todo cambió. Salí  al balcón desde donde divisaba la plaza. Dentro del conjunto arquitectónico que la rodeaba, destacaba el frontispicio consistorial acabado a principios del siglo dieciocho, un reloj dentro de una torre situado hacia la derecha anunció la hora exacta sincronizado con el tañido puntual de la campana que sonaba en ese preciso instante dos veces seguidas. El suelo adoquinado estaba algo mojado, en el cielo se abrió un gran claro, trazando la luz reverberante del principio de la tarde hacia los bordes plateados de una farola, reflejando estos levemente, a la solitaria pareja corcovaba de ancianos que cogidos de la mano, atravesaban sin hablar la plaza sin aplauso. Suspiré aliviado al volver a contemplar la realidad meridiana de la vida. Las noticias en la televisión contaban la crónica negra e invariable del día a día, el presentador relataba con voz trémula la frase lapidaria de un maltratador que dejó escrita en la habitación con la sangre aún caliente de su esposa muerta antes de suicidarse: -la mate porque era mía- Otra más -me dije-. Bajé a comer, mientras esperaba por una mesa me entretuve ojeando el periódico, un titular llamativo me incitó a leerlo: “desarticulada una banda de Europa del este dedicada a la trata de blancas” -Nada nuevo -concluí- al llegar a las páginas finales, los anuncios de sexo burdo ofrecían la carne igual que en un mercado de abastos. Lo cerré malhumorado y murmuré -hipócritas- después de meditar unos segundos salió de mis entrañas la última reflexión de ese extraño día -si hubiese sido cierta la historia de la concejala estaba seguro que desaparecer le ayudó a superarla-  Sin las lentes, la visión grotesca de la realidad me asustaba, Con ellas puestas todo seguía igual, nada cambiaba.