miércoles, 28 de diciembre de 2016

Salud mental

Llueve, llueve mucho en la calle. Me gustaría estar fuera; mojarme con las gotas de agua, pisar los charcos y sentir la humedad traspasando mi ropa, pero no puedo, este lugar es peor que la cárcel: no tengo derechos, no puedo tener una tele en mi habitación, el tabaco está prohibido, sólo puedo comer lo que traen de la cocina del hospital, la ropa es un pijama que ellos te dan, unas veces me queda grande y otras corto. En el fondo eso les da igual. Dicen que estoy aquí  por mi bien, pero yo sé que lo único que los psiquiatras desean es que la medicación me duerma los sentidos y no de guerra. Ayer ingresaron a una mujer que estaba muy agresiva, lo primero que hicieron fue ponerle una inyección para tranquilizarla, después le pusieron un pañal, la ataron a una cama y se olvidaron de ella. Camino por el pasillo, he contado la distancia que hay de punta a punta: 26 metros de largo por 3 de ancho. Me aburro, llevo 32 días sin salir a la calle y no hay nada que hacer, acabo de adelantar a un anciano en el pasillo, él va más lento, voy a llegar antes a la meta. Es lo único  en que me puedo entretener todo el día, gano carreras absurdas a los demás para entretenerme (sólo participo yo). Una joven confunde a las enfermeras con profesoras, les pide permiso para todo, hay un chico mirándonos desafiante; no me gusta, tengo miedo, por la noche me cuesta dormir bien, temo que se levante a media noche y, me axfisie con la almohada mientras duermo o me estrangule con sus manos. El comedor sirve de salón; hay cartas, un ajedrez, pinturas de cera, una televisión de plasma protegida por un cristal de metraquilato y 12 enfermos que apenas  hablan sentados en los sofás. Uno mira al suelo, otro charla sin parar con una señora que está a su lado, ella le coge la mano y le ha dicho que quiere casarse con él, un señor se a quitado el pijama y se pasea sin ropa porque piensa que está en una playa nudista. Las enfermeras han tenido que llamar a seguridad para reducirlo. En mitad del pasillo hay un enfermo en silla de ruedas que dos días antes ingresó, y no paraba de gritar que lo estaban matando con los medicamentos, ahora duerme con la cabeza torcida, la boca abierta y por las comisuras le cuelga saliva. Nadie le hace caso. La mujer que ayer gritaba, hoy camina por el pasillo arrastrando las piernas, con la espalda encorvada y los brazos colgando. Somos desechos sin derechos. Si alguien piensa que un hospital psiquiátrico es un balneario es porque nunca ha estado en él. Si me diesen la oportunidad de elegir entre pasar un mes en un psiquiátrico o seis meses en una cárcel, escogería lo segundo sin lugar a dudas.

viernes, 23 de diciembre de 2016

Los desconocidos

El equipaje le pesaba un horror; aun así, prefirió no tomar un taxi, de esa forma ahorraría veinticinco euros. Después de aterrizar en el aeropuerto «Adolfo Suárez» en Madrid, caminó desde la terminal uno, hasta la parada del metro. Llegó agotada, mientras se recuperaba por el esfuerzo, esperó junto a un nutrido grupo de personas que como ella iban cargadas de maletas, bolsas y otras pertenencias. Línea ocho; en «nuevos ministerios» tomaría la línea diez con dirección hacia «Alonso Martínez», donde concluía su trayecto en el suburbano. No se percató de que alguien la seguía, tal vez por eso: cuando al abrirse las puertas del vagón en su parada, una voz amable de caballero se ofreció a bajarle las maletas, creyó en su bondad. El supuesto señor, con una mano le cogió una de sus maletas,  introduciendo la otra sigilosamente dentro del bolso que le colgaba cerca de la cadera. Justo en ese instante: dos jóvenes gritaron -¡te está robando!-, el hombre puso cara de  sorpresa al verse descubierto, echando a correr  por las escaleras sin el preciado botín. Ella, asustada, ya fuera del vagón, no sabía muy bien que hacer, los dos chicos que dieron la voz de alarma también se bajaron en la parada de «Alonso Martínez». Al verla tan angustiada, se acercaron a ella y le contaron que el ladrón llevaba un rato al acecho, esperando el inminente bocado de una posible víctima. Agazapado como un depredador de la sabána de los que se ven en un documental televisivo. Por suerte para ella, el pasado veintitrés de diciembre, alguien intuyó lo que iba a suceder, observando pacientes  entre los pasajeros, preparados para alertara cuando el cazador furtivo actuase. Después en la calle, la mujer les dio las gracias por subirle las maletas. Antes de llegar a casa de su hermana donde pasaría esa noche, me llamó. Los dos muchachos se despidieron, mezclándose  con el resto de  viandantes de la bulliciosa calle, las luces nocturnas del Madrid literario que nunca deja indiferente a nadie para lo bueno o lo malo, dejaron una huella de esperanza en Vanesa -mi mujer-. Con voz algo temblorosa empezó a relatarme lo que le acababa de suceder. Antes de colgar me dijo que no sabía como agradecerles lo que habían hecho por ella. Ambos guardamos un silencio breve, el ruido de los coches se coló a través de mi teléfono, cuando retomé la palabra le dije  que parecía un buen cuento de navidad. Me contestó que el sentido de la justicia de quien ayuda no aumentaba ni disminuía dependiendo la época del año.  Recordó también que uno de los chicos llevaba un libro en un bolsillo de la cazadora. Antes de finalizar la llamada me dijo que debía de ser menos pesimista, si era capaz de confiar y esperar, tal vez saliese de la depresión. Igual  todo no esté perdido, -continuó diciéndome-  puede que el mundo sea un lugar menos difícil de habitar mientras haya personas cerca de los libros. Hizo una pausa para tomar aire, me mandó un beso y colgó.

jueves, 22 de diciembre de 2016

La calle preciados

Mal vivía en Madrid: Rondaba los cuarenta, las pocas pertenencias que poseía las guardaba en un carro oxidado de la compra. Su cara sucia y arrugada delataba una vejez prematura. Tenía la sonrisa mellada, parecida a la fachada de un castillo en ruinas. Casi nunca molestaba, no le importaba a nadie, simplemente fue una incómoda estatua en movimiento de la calle preciados. Dependía de la caridad, algunos transeúntes le dejaban  monedas al pasar. Cuando reunía lo suficiente, se compraba un litro de vino barato, bebía  aburrida, sin ilusiones esperaba su final casi con la misma indiferencia de los padres que no superan la repentina pérdida de un hijo. A veces; nublada Por el alcohol, se detenía en la puerta de la fnac y a gritos decía que una parte de ese edificio le pertenecía, hasta que el guardia jurado impotente llamaba a la policía; después íbamos nosotros, la metíamos en una ambulancia, la ingresaban un tiempo en el psiquiátrico y cuando se recuperaba otra vez regresaba  al mismo lugar. Por eso supe algo más de ella: Los fantasmas del orfanato donde pasó la infancia estuvieron siempre metidos en su memoria. Las vejaciones, el frio, el hambre junto a otras cosas más turbias le provocaron insomnio permanente. En su juventud tuvo la mala suerte de tropezar con la heroína al asistir junto a una amiga al  primer concierto de los Rollin Stones en España. Esa noche durmió mejor, borrandose de golpe las pesadillas que le impedían conciliar el sueño. Poco a poco cayó en la trampa de la droga, no tuvo más remedio que usar su cuerpo agraciado de pelo triguero y mirada grande como el musgo húmedo. De esa forma tan fácil consiguió pagarse la felicidad traicionera que le brindaba el caballo, encontró un costoso antídoto que apagaba sus pesadillas junto a la dependencia física que le obligaba a consumir cada día. Ejerció la prostitución entre la casa de campo y la calle montera, sitios en los cuales, ofrecía sus servicios hasta que, empezó a encorvarse su espléndida espalda Lorquiana y su figura decrépita dejo de atraer clientela para terminar siendo un despojo humano. Pasó de prostituta a mendigar por las calles. Una vez Llegó a ser conocía en todo el país porque un día evitó que unos desgraciados apalearan a un perrillo vagabundo. Alguien la grabó con un teléfono, compartiendo el vídeo en una red social, su gesto heroico, tal vez por ser navidad, sé volvió viral, surgiendo miles de cometarios positivos hacia su persona en los días siguientes. En Internet la noticia de hoy mañana es historia que cae en el olvido. Así pues cuando tres meses después falleció de un paro cardíaco, solamente el perro que había salvado estaba a su lado. El forense que certificó su muerte, descubrió una nota arrugada dentro de uno de sus puños cerrados con rabia. Quizá ella, intuyendo que el viaje a la región de la noche eterna estaba próximo, dejó escrito el siguiente mensaje: -cuiden de mi perro por favor- y- váyanse todos: ¡a tomar por culo!.

martes, 22 de noviembre de 2016

El puente de hierro

Mis pies necesitaban un paréntesis. La  mala elección del calzado me acababa de provocar dos protuberancias de un centímetro de diámetro en cada talón, similares a una burbuja. Ese hecho me incapacitó temporalmente. Cuatro días antes, bajé de un autobús en la localidad donde Gaudí erigió el Palacio episcopal. Once años atrás, en ese lugar tuve que interrumpir la promesa de recorrer el camino de Santiago. Ahora jubilado, disponía de todo el tiempo para terminarlo cuando me recuperase. Estaba leyendo en la cama de un hostal, la tarde anterior el farmacéutico al que acudí, al ver el deplorable estado de mis extremidades inferiores, me recomendó un breve descanso hasta que las heridas cauterizasen. Seguí su consejo guardando reposo. Llevaba dos horas despierto, necesitaba ir al baño, me incorporé, con cuidado me puse las chanclas, dejé las gafas para lavarme, de repente: un griterío del exterior interrumpió  mi aseo, sin secarme bien y olvidando las lentes en la pileta, me acerqué a la ventana con premura. En la calle, un séquito de hombres agasajaba  a otro; lo rodeaban, lo lanzaron  al cielo gris del mediodía para cogerlo otra vez, enfervorecidos gritaban su nombre, alguna señora le dio un beso maternal, los canticos de la comitiva impregnaban la plaza con un sonido carnavalesco que no comprendí. Cogí el teléfono móvil, entré en internet para saber el motivo de esa celebración. Encendí el plasma que, anclado a la pared permanecía apagado. Busqué el canal autonómico, fui pasando de uno en uno, al llegar a Telecinco, me detuve un instante: unas chicas y chicos y viceversa, debatían sin aspavientos si los poetas del siglo de oro fueron el génesis de los actuales duelos de gallos entre  raperos. En el televisor no encontré nada, desistí, seguí indagando en la red. No podía creer las noticias de la prensa digital, las crónicas decían lo siguiente: “Arrebatan la alcaldía de una ciudad, gracias al voto de un concejal que diez años antes, cuando ejercía de regidor de la misma, tuvo que dimitir por la sentencia de un tribunal, al quedar demostrado el acoso sexual al que había sometido a una concejala de su propio partido” Continué leyendo por la hemeroteca de varios periódicos: En el dos mil tres se había formado un revuelo muy grande en los medios de comunicación de todo el país que seguían el caso, la consorte del presidente del gobierno por aquel entonces, le envió su apoyo incondicional al alcalde -éste- pertenecía al mismo partido que su marido, aunque la concejala  también lo era, casi nadie la arropó. Intentaron borrar el desagravio con una manifestación a favor de él, ediles de la misma formación  y hasta un cantautor local sé postuló de su lado  -No podía ser cierto -Hay algo que no es como me dicen- pensaba-. Seguí hurgando para averiguar el paradero de ella. La conclusión final a la que llegué después de contrastar opiniones, fue: La víctima tuvo que exiliarse ante el revuelo que había desatado. En cambio él, volvió a la política, regentaba varios negocios, y paseaba incólume por las calles, sabiendo que el paso del tiempo sería su aliado. Un ¡ay! Quejumbroso retumbó en mí interior, estúpida población estrafalaria –pensé-. La irónica efeméride quedaría señalada vergonzosamente  al recordar la esperpéntica  fecha en la que estábamos: ocho de marzo de dos mil trece “día de la mujer” fúnebre final de un chiste sin gracia. El significativo  nombre del instituto de enseñanza  que tenía tan cerca,  invitaba a gritar la escueta  expresión de Espronceda cobrando ésta un sentido excelso. Solté un quejido agrio al pronunciar: ¡pobre ciudad sin memoria! emblema de sainete vanguardista, tierra de niebla insana, donde la gente permanecía mayormente alelada, dulcemente anestesiada, cómplice del tirano, verdugos de la víctima. No pocas personas la mancillaron  hasta el escarnio público, con una violencia verbal tan extremadamente cruel que se sintió culpable sin serlo. Asqueada, desapareció como una proscrita. Nadie supo dónde, -mejor-excepto el círculo familiar. Su delito; ser joven, guapa, y ambiciosa, atributos valorados en el hombre, estigma que conducía al cadalso si era una dama. Hice una pausa para digerir lo que acababa de conocer. Me picaban los ojos, eché en falta las gafas, fui a buscarlas, me las puse y todo cambió. Salí  al balcón desde donde divisaba la plaza. Dentro del conjunto arquitectónico que la rodeaba, destacaba el frontispicio consistorial acabado a principios del siglo dieciocho, un reloj dentro de una torre situado hacia la derecha anunció la hora exacta sincronizado con el tañido puntual de la campana que sonaba en ese preciso instante dos veces seguidas. El suelo adoquinado estaba algo mojado, en el cielo se abrió un gran claro, trazando la luz reverberante del principio de la tarde hacia los bordes plateados de una farola, reflejando estos levemente, a la solitaria pareja corcovaba de ancianos que cogidos de la mano, atravesaban sin hablar la plaza sin aplauso. Suspiré aliviado al volver a contemplar la realidad meridiana de la vida. Las noticias en la televisión contaban la crónica negra e invariable del día a día, el presentador relataba con voz trémula la frase lapidaria de un maltratador que dejó escrita en la habitación con la sangre aún caliente de su esposa muerta antes de suicidarse: -la mate porque era mía- Otra más -me dije-. Bajé a comer, mientras esperaba por una mesa me entretuve ojeando el periódico, un titular llamativo me incitó a leerlo: “desarticulada una banda de Europa del este dedicada a la trata de blancas” -Nada nuevo -concluí- al llegar a las páginas finales, los anuncios de sexo burdo ofrecían la carne igual que en un mercado de abastos. Lo cerré malhumorado y murmuré -hipócritas- después de meditar unos segundos salió de mis entrañas la última reflexión de ese extraño día -si hubiese sido cierta la historia de la concejala estaba seguro que desaparecer le ayudó a superarla-  Sin las lentes, la visión grotesca de la realidad me asustaba, Con ellas puestas todo seguía igual, nada cambiaba.