lunes, 13 de marzo de 2017

Olivia en Gambia

Una mañana, después de pasear con su perrita Ada por el bosque; de regreso a casa mientras caminaban con cuidado para no pisar a los caracoles que siempre van con la casa a cuestas ; Olivia le preguntó a su mamá:
—¿Por qué me llamo Olivia?
La mamá le respondió:
—Verás: cuando tú papá y yo nos conocimos, hicimos un largo viaje por África; allí conocimos a una mujer con la piel oscura como el muñeco que te regaló Brigitte.
—¿Sabes cuál es el que te digo? El que se parece a la prima de Esperanza: Abril
Olivia estuvo pensando un rato...hasta que le respondió:
—¡Ah! Ya sé, ¿la que tiene la piel como
cuando cierro los ojos?
—si— respondió María, la mamá de Olivia que  no paraba de reírse; mostrando las muelas blancas y sanas porque se cepillaba los dientes todos los días. La respuesta de su hija le había hecho mucha gracia.
Cuando paró de reírse le contó porque se llamaba Olivia:
—Como te iba diciendo, tu papá y yo fuimos a África y allí conocimos a una señora que hacía magia con las manos y curaba a los niños pequeños cuando estaban malitos.
—¿Y dónde aprendió ha hacer magia?
Preguntó impaciente Olivia.
—La aprendió en el colegio estudiando
y leyendo libros.
De nuevo Olivia se quedó pensando...
—¡Yo también quiero aprender a hacer magia mamá! Quiero curar a los animalitos del bosque.
Exclamó con energía
II


Por la noche, después de meterse en la cama, y antes de quedarse dormida, estuvo pensando un rato en lo que le había dicho su mamá. Sin prestar demasiada atención al cuento que le leía su papá. Recordó lo que debía de hacer si su deseo era ir al bosque a curar animalitos. Casi sin darse cuenta se le iban cerrando los ojos, como cuando siendo un bebé de meses, se quedaba dormida en los brazos de mamá, con la cabecita echada hacia atrás; la boca abierta y la diminuta barbilla con restos de leche. 
Poco a poco se fue quedando  profundamente dormida, su mamá y su papá después de darle un cálido beso de buenas noches, la taparon con la manta para que no tuviese frio por la noche, dejaron la persiana un poco levantada; de esta forma la luna con su brillante luz iluminaria  suavemente la habitación. 
--Olivia, Olivia despierta que nos tenemos que ir ¡vamos! ¡no te hagas remolona! que el barco sale en menos de una hora.
Quien había estado intentando sacarla de la cama, era su hermana Esperanza que, vestida ya con la ropa de viaje, insistía para que se levantase urgentemente. 
--Está bien, ya voy-- respondió, mientras trataba de incorporarse, a la vez que estiraba los brazos. Después de un largo bostezo; se levantó, se rascó el culo con desgana, y fue al baño sin hacer ruido para no despertar a sus papas. Esperanza había preparado un desayuno fantástico para las dos. Lo tomaron en silencio para no levantar sospechas. Ada se movía impaciente por el salón con la correa puesta.
--¿Tienes todo preparado?-- preguntó Esperanza. --¿Seguro? mi a ver si te vas a olvidar de algo cómo cuando fuimos a la India y te habías dejado aquí una parte de las medicinas.
Esperanza y Olivia en realidad eran dos componentes del grupo secreto "mueca sonriente" un selecto equipo formado por varios niños de Ibiza que los sábados, cuando los adultos dormían, se dedicaban a recorrer en un barco supersónico diferentes lugares de la tierra donde necesitaban de su ayuda. Esperanza era dentista y traductora, Olivia doctora y veterinaria, cada componente del equipo estaba por lo menos especializado en dos cosas diferentes. Ada la perra, era una experta rastreadora de personas perdidas y sabia dónde podía haber bombas escondidas. Esperanza comprobó el  g.p.s  del teléfono móvil para ver de cuanto tiempo disponían antes de que el Capitán del barco y jefe del grupo, Marsel, pasara a recogerlas en la furgoneta camuflada. Cuatro minutos después el sonido del teléfono de Esperanza comenzó a emitir un pitido. Lo sacó del bolsillo, lo miró y dijo: --Vamos Olivia es la hora.

continuara



relato finalista en Mallorca

A  Natalia:

Hola amor, ¿qué tal estás? Espero que bien. Te escribo esta carta porque los cinco minutos que nos dan a cada soldado los viernes para hablar por el teléfono vía satélite de la base,  no me llegan para decirte lo mucho que te echo de menos,  prefiero expresarme por este medio, así nadie me ve llorar cuando finaliza la llamada y evito que el resto de soldados que están en la cola noten mis ojos vidriosos. Sé que es algo  que nos pasa a la mayoría cuando llamamos a casa, tal vez el hecho de estar aquí, en medio de éste  paraje desolado, hace que  sintamos  mayor fragilidad emocional.  En este árido lugar, los días se hacen muy largos; un minuto parece una hora, una hora un día y un día equivale al mes que llevo sin verte. No pensé que resultaría tan duro estar  lejos de ti, cuando tomé la decisión no pensé mucho en las consecuencias. Lo sé, me cegó el dinero que ofrecían por venir y, ahora no sabes lo arrepentido que estoy. Mira que me lo advertiste –no vayas -haz el servicio militar donde te ha tocado-por lo menos nos veremos cada quince días- el dinero que percibas no hará que nos veamos-decías-  ¡Qué razón tienes amor! Ahora mismo daría todo el sueldo de los cinco meses que me faltan para regresar a casa por estar un día contigo. En fin, de nada sirve lamentarse. Sólo puedo alegar en mi defensa que pequé de ingenuo, los oficiales cuando nos reunieron a todos los soldados del cuartel en el salón de actos para captar voluntarios, hablaban de una experiencia diferente a la vida anodina y obligatoria que pasaríamos aquí. Contaban lo maravilloso que sería sentirse útil  a nuestro país en una guerra que ni siquiera era nuestra. Todas esas cosas absurdas nos las explicaron diciendo que nosotros solamente estaríamos para dar apoyo logístico, nuestra misión simplemente consistiría  en ser cooperantes, meros observadores, y eso es lo más lamentable, ver a los que no tienen nada y quedarnos indiferentes, es lo que peor llevo cuando pasan frente a mí; niños desnutridos, ancianos que apenas se tienen en pie, mujeres y hombres famélicos, caminando errantes hacia el convoy de las oenegés, en busca de una mísera ración de comida. Arrastrando los pies  entre el polvo de caminos empedrados que no llevan a ninguna parte. Sus caras sucias, los ojos hambrientos, vacíos, con  la ropa hecha jirones y restos de sangre seca. Personas sin esperanza, desplazados, sin casa, sin nada, salvo algún recuerdo de un pasado mejor. Gente afinada durmiendo  en tiendas de campaña, teniendo que soportar el hiriente frio de la noche, solo hay miradas asustadas. La historia sorda de los que la padecen frente a la historia heroica de los vencedores que será contada en los libros del futuro. Del otro lado de la alambrada estamos nosotros, contemplando casi impasibles la escena diaria que se repite. Es cierto todo lo que tratabas de explicarme del dinero, ahora lo entiendo, su valor es relativo, aquí no sirve para casi nada, tiene más valor una libra de chocolate o un bocadillo que un montón de dinero; hay quien dice, aunque es un rumor, que al caer la noche, alguna mujer se ha colado por la alambrada que delimita nuestra base y ha vendido su cuerpo por un litro de leche o un plato extra de comida de la que nos sobra. La guerra no tiene nada de romántica como nos hacían creer los oficiales que vinieron a captarnos. Pero amor: tienes que entender que no tenía opciones, o venia aquí ganando una importante suma de dinero, o me quedaba hasta cumplir el año de rigor haciendo el servicio militar obligatorio, sin apenas retribución económica y sin que sacase algo de provecho que me sirviese al retomar mi vida como civil. Siento haber tomado esta decisión pero ahora ya está. Si quieres puedes escribirme, en el remite va la dirección donde puedes enviarme las cartas. Una vez cada quince días viene un avión con provisiones, de paso trae el correo y algún paquete con revistas. Bueno, sólo me queda decirte lo que ya sabes: te extraño, en mi taquilla tengo una fotografía tuya, en la cartera llevo la misma pero más pequeña. Son las que te pedí  que te hicieses en el fotomatón  aquella madrugada de abril en la que regresábamos juntos a la urbanización donde  vivíamos, fue el segundo Sábado que estaba contigo. ¿Te acuerdas? Sales con el pelo alborotado: la fina lluvia nos había empapado de camino a casa, me habías dicho –espera que me arregle- te  revolviste el cabello con las manos, medio riéndote y con el dedo índice sugerente  en la boca, imitabas de forma burlona a las modelos de las revistas eróticas así de esa forma te veo yo ahora. Recuerdo con nostalgia tu escandalosa risa en la calle desierta casi al amanecer, nos abrazamos y continuamos caminando sin importarnos la lluvia hasta nuestras diferentes  casas de las afueras, en el trayecto escuchamos el ladrido de un perro, un gallo anuncio la inminente luz del alba, de repente dejo de llover y los primeros claros del día como en una fiesta, iluminaron de naranja y malva  la mañana, las nubes se disiparon en el cielo, pasando éste, por la influencia del viento de gris a azul con rapidez, haciendo que el tejado de pizarra de las casas brillara por el efecto de la reciente lluvia, la cúspide altiva de la catedral  con su  imponente rosetón esperaba paciente a que los rayos del sol se filtrasen brevemente por la nave central.  Y tú y yo, abrazados, viendo aquella maravilla, jurándonos amor eterno sin  necesidad de decir nada. Apenas han pasado dos años desde entonces. ¿Sabes qué hago alguna vez? Aprovecho  la oscuridad de las guardias nocturnas para cerrar brevemente los ojos, entonces creo que estoy contigo y mis manos recorren lentamente las avenidas de tu cuerpo de nuevo. ¡En fin!  guardo  tantos momentos hermosos a tu lado que prefiero no recordarlos ahora porque me pongo triste, aunque es cierto que si no supiese que a mi regreso me estarás esperando, no sé si sería capaz de superar lo que estoy viendo en esta estúpida guerra sin sentido. Que crueles son algunas personas, he llegado a sentir vergüenza de la falta de humanidad que hay aquí. Bueno, espero paciente tu carta, mientras, trataré de no dejar que me ahogue la melancolía, la distancia y la impotencia de esta tierra devastada. Te quiero Natalia.

Desde una Base itinerante militar de la OTAN en cualquier parte donde surja un conflicto bélico.

Siempre tuyo: Soldado de primera Jaime.

                                                                          

El mestizaje

Tlaloc acumuló en el cielo, una noche del mes de junio de 1520, todas las nubes del mundo para que chocaran entre sí y derramaran su agua, frenando, de esta forma, la huida de los soldados españoles que, cargados con sus armaduras y con el peso del oro saqueado, se frenaran en el barro. Los tambores aztecas tronaban en la oscuridad, presagiando una inminente batalla. Estos, bajo el mando del Capitán Alvarado, dejaron atrás en un templo los cuerpos finados, saqueados entre charcos de sangre de hombres, mujeres y niños pasados a cuchillo sin remordimientos.
El soldado de mirada clara ayudó a escapar a la indígena con la que había yacido durante los últimos tres meses y de la que esperaba un hijo, sin que Alvarado ni Cortes se dieran cuenta de ello. Huyó entre la maleza, protegida por la luna que, desde lo alto, alumbró su camino. Los aliados tlaxcaltecas cargaban con el oro, al igual que los soldados, que llevaban en el jubón todo el que pudieron acopiar. Los caballos, débiles por el esfuerzo y el peso, se hundían en el suelo embarrado. Los tambores sonaban cada vez más cerca. La lluvia, el fango y el peso de la armadura ralentizaba el regreso a Veracruz. La parte del Rey también cargaban.
Pero él estaba tranquilo en España, rodeado del clero, recaudadores de impuestos y nobles a los que había que llevarles su parte. Para ellos, la conquista era algo romántico y fácil. Ya los tenían encima. La emboscada estaba preparada. Unos bajaron por el río en canoas, los otros les dieron alcance por detrás hasta arrinconarlos. Con las mazas, les partían el morral. Las flechas llovían del cielo y, aunque ya estaba amaneciendo, este se tornaba negro de nuevo al desprenderse de los arcos. Los pocos que se mantenían en pie, luchaban con bravura pero de nada servía la forja en Flandes. Las heridas mortales les sesgaban la vida. Gritos de dolor, de rabia y miedo.
El soldado de los ojos claros sabía que no saldría de allí. Tal vez los mismos que le iban a matar eran parientes de ella. Un golpe le dejó sordo. Solo sentía el latir apresurado de su corazón. Una piedra le partió seis dientes. Sangraba en abundancia. Se quitó la armadura para estar mas liviano y se desprendió del pesado jubón. No volvería a aquella tierra baldía e ingrata, llamada España, cubierto de oro. Las lanzas le rodeaban. Se defendió con la espada, hasta que una le atravesó el estómago, otra la cerviz, mandándolo al enfangado suelo. Antes de cerrar los ojos para viajar hacia la eterna noche, susurró casi sin voz, su nombre.

domingo, 12 de marzo de 2017

No cierres los ojos.

Reunidos en la cocina, con ojos elocuentes, observaban sin atreverse a decir nada. El bebé, emitía un llanto de fatiga y desesperación que, al resto de la familia reunida alrededor de la mesa en dónde estaba tumbado, les provoco una inquietante desazón.

 Sucedió a Finales de agosto de 1951 en un pueblo interior de la Galicia miserable de mayorazgos, supersticiones y la Santa compaña. Había Nacido apenas tres días antes; junto a él, su hermano mellizo vio la luz media hora antes. En el árbol genealógico ocupaba el último lugar: el octavo. El médico fue a la casa porque algo iba mal. En él que nació primero no descubrió ningún Problema relevante. En cambio él otro; debido a su falta de peso después de no responder bien al examen al   que fue sometido, la conclusión no podía ser más desalentadora:—no hay nada que hacer— dijo a la madre el doctor cuando  terminó de examinar a ambos. En aquel período de hambre: de primogénitos heredando todo, de curas asesores; con la pena de muerte en vigor, de reuniones prohibidas a más de tres personas, con calabozos o incluso cárcel para quien robaba una gallina; de ricos a caballo paseando por sus tierras fértiles, cuando abundaban los pobres mendigando un trozo de pan duro que llevarse a la boca a la puerta de las iglesias y, los homoxesuales eran  encerrados  en hospitales psiquiátricos de por vida, o los que tenían algo de poder, humillaban a los ignorantes que no sabían leer, ni escribir. En esa época; donde las mujeres limpiaban de rodillas con un cepillo los suelos de las casas que pisaban los señoritos con sus botas llenas de barro, por una bolsa de comida a la semana como sueldo, y los hombres recorrían kilómetros y kilómetros a pie o en bicicleta para ir a trabajar; con frio, calor o lluvia, a cambio de un salario miserable. En ese transcurso de la historia en el que el mundo estaba lamiéndose las heridas que había dejado el final de la segunda guerra mundial, y la vida de los pobres valía lo mismo que vale hoy en día la vida de quien: salta una valla, se esconde en los bajos de un camión, o en el tren de aterrizaje de un avión escapando de la miseria o la guerra; rara era la familia con carencias e ignorante, que no perdía un hijo al nacer, asumiendo la perdida con resignación como si fuese un castigo divino.  
Justo cuando las fuerzas del bebé se apagaban, un cuervo se posó en el alfeizar de la ventana  presagiando el inminente desenlace. Uno de los hijos golpeo el cristal  espantado así al pájaro de mal agüero que salió batiendo las alas y graznando con alboroto. La madre, con una frase entrecortada le pidió a todos los varones incluyendo al padre que abandonaran la cocina, a excepción de las hijas para no sentirse tan sola. Con la voz entrecortada por los sollozos acuosos  que nublaban sus ojos suevos, lo tomó en brazos, acercando su debilitado cuerpecillo  hacia uno de sus pechos. Se secó las lágrimas con el dorso de una mano y susurrándole una melodía que las hijas no llegaron a comprender, lo amamanto con todo el amor del mundo. Calmó su llanto y siguió cantándole en voz baja. Así estuvo varios días, con él cogido en brazos, tarareándole nanas hasta ganar la partida al cuervo enviado desde la región de las tinieblas. Hoy, sigue vivo, gracias al instinto maternal cuando todo estaba perdido.

Esta, no es una historia desfigurada, me la contaron como ocurrió: hace unos quince años, yo trabajaba en la provincia de Lérida. Ese viernes por la mañana, llamé por teléfono a una persona. Tal vez, sin saberlo, estaba buscando mi lugar en el mundo. Como me quedaba más cerca atravesar los Pirineos por el túnel de Viella, que pasarme el fin de semana en la carretera para dormir una noche en mi casa, cerca de Ponferrada; cogí el coche y crucé los Pirineos rumbo a la Francia que ya no era tan: «igualdad, legalidad y fraternidad».
Al acabar de cenar, pasamos a charlar al salón de la casa donde me encontraba: recuerdo aún con nitidez, la mesa, en la que reposaba un cenicero lleno, al lado de una botella de whisky casi vacía, junto a un álbum de fotos antiguas, y en la penumbra, iluminados por la tenue luz de una lámpara, en la noche estrellada que cruzaba por el marco de la ventana buscando el alba de finales de enero, vi el rostro endurecido de mi tía, preparándose para relatarme sin dramas un capitulo que desconocía de mi familia. Ahora puedo darle las gracias a título póstumo a mi difunta Abuela Irene. Sin ella, yo no hubiese podido contar jamás esto. Alguna vez mi padre, cuando sus nietos eran pequeños, les cantaba la misma nana que le cantaba su madre:  non peches os ollos meu amor,mentras os tes abertos, a lua pensa que hai sol. Dice así: no cierres los ojos mi amor, mientras los tienes abiertos, la luna piensa que hay sol. 

De regreso a Lérida, el domingo al atardecer, mientras  conducía evitando inútilmente con la mano, los focos de los coches que venían en sentido contrario y me molestaban, intentaba imaginarme la vida de las casas sumergidas en la pobreza. Pensaba en la buena suerte que había tenido al nacer veinticinco años más tarde. Desde entonces, cuando veo las noticias o camino por la calle, reconozco algo. Ahora se han sustituido los cepillos por fregonas para limpiar los suelos, los caballos por coches de lujo. Aunque los lugares son otros y parece que están lejos, todo sigue siendo parecido; la ropa vieja, la mirada asustada y hambrienta de los niños que no entienden nada, sigue siendo como los ojos que tenía mi tía aquella noche cuando regreso al pasado. Los mismos de la chica adolescente que en 1951 amaba otra chica y solo lo sabía su madre.