domingo, 19 de febrero de 2017

El bote blanco

El piso llevaba unos dos meses cerrado, nadie había entrado desde la muerte del propietario. Los  herederos delegaron en el conserje la responsabilidad de acondicionarlo. Una inmobiliaria local se encargaría de enseñarlo a los posibles compradores. El hombre Abrió la puerta, estaba oscuro, Aprovechó la claridad que se filtraba por la entrada para conectar el interruptor de electricidad. De la cocina, próxima a la entrada,  escucharon el repentino zumbido del motor que enfriaba la nevera al recibir corriente. Atravesaron el pasillo para dirigirse al salón, detrás, la señora de la limpieza le acompañaba sin hablar. Olía a humedad, salitre y difunto. Subió la persiana y abrió la ventana para que el aire templado de la mañana aireara la estancia. Era un sexto piso desde donde se divisaba la geometría rectangular de los edificios recién construidos, estos, casi tapaban por completo la muralla de la parte antigua ciudad. Solo podía verse un pedazo de la  fortificación  en lo alto de la atalaya, junto a unas casas blancas apiñadas a sus pies, y al fondo la línea infinita del horizonte mediterráneo confundida en la distancia con el rotundo y azulado cielo de Marzo. Él abrió la ventana de la habitación de matrimonio  y ella la de la habitación adyacente. El conserje tenía confianza con la señora por eso le contó brevemente lo que había sucedido: —El propietario falleció de un paro cardíaco. La muerte de su pareja, lo hundió en una profunda depresión, bebía en exceso, se aficionó a los tranquilizantes y vagaba por las cloacas de la ciudad en busca de cocaina. Eso hizo que estuviese  pendiente de él—le confesó. —Muchos días, cuando bajaba a comprar el pan, nos cruzábamos en el jardín y conversábamos un rato. No me extraño verlo durante dos días, pero al tercero sin saber de él, después de comer acudí a su piso. Toqué el timbre, lo llamé por su nombre varias veces, no obtuve respuesta, entonces saqué el juego de llaves, entré, y lo encontré tumbado en la cama, vestido, rígido, y frío como una figura de porcelana. En la mesilla de noche había una bolsita pequeña con polvo blanco, supuse que sería cocaína, al lado vi un billete de 20 euros enrollado junto a un  bote vacío de alprazolam. —Una pena­­­­­— termino diciendo. La señora negaba con la cabeza dando a entender que no se lo creía. Antes de que el conserje abandonara el piso, la mujer le dijo que a media mañana debía de ausentarse. Tenía una revisión médica y no regresaría hasta la tarde. El hombre le respondió que no había ningún problema, así no se estorbaría con los de la mudanza. Se despidieron, al cerrarse la puerta mientras se ponía los guantes para limpiar el cuarto de baño, observo el salón, estaba decorado con una imaginación práctica y austera. Había un sofá grande de mimbre junto a dos individuales de tonos oscuros, a juego con una mesa baja de cristal con varias revistas de arte esparcidas. El parquet claro del suelo tenia manchas circulares. En una de las paredes unas cuantas fotografías estaban ancladas a sus marcos por unas alcayatas, de otra pared pendía la réplica de un cuadro de Sorolla, del techo colgaba una lámpara retro con dos focos, un mueble rojo con formas asimétricas en el que no entraba ni un libro más era todo el mobiliario del salón, tal vez estaba más cargado de emociones que de muebles como pudo comprobar al escudriñar a fondo las fotos. Estaban ordenadas de forma cronológica; observando desde la izquierda; dos jovenes abrazados sonreían en medio de una buganvilia. Por la ropa, dedujo que sería a finales de los setenta. En otra; uno estaba tumbado a la larga, con un brazo apoyado en la arena mojada de la playa, con el pelo húmedo echado hacia atrás de espaldas a quien tomó la instantánea, posiblemente observando feliz a su compañero, que sin ropa como él y de rodillas con las nalgas pegadas a los talones, lo miraba con afecto. Fue  posando sucesivamente  los ojos en todas, la mujer sonreía sin querer viendo la sucesión de los rostros felices de la pareja extinta. En una de las ultimas tomada en un restaurante, se notaba el paso del tiempo, tenían menos cabello y la piel estaba algo arrugada. Aun así, la sonrisa blanca de sus labios seguía siendo igual, el silencio elocuente de esa imagen transmitía la pureza de un amor sincero que había escapado de los muros de la arcaica España de provincias. En la Ibiza libertaria de los setenta, agarrados de la mano con total independencia, podían amarse sin sentir el dedo acusador, rompiendo así, las cadenas que ataban los amores prohibidos. Casi Todas esas fotografías se habían tomado en esa isla. Siguió recorriendo el resto de la estancia con la vista  hasta el cuadro. Quizás para ellos tenía un significado especial, diferente al que le dio Sorolla. Dos muchachos casi adolescentes, bañándose felices, en el mismo mar, con la misma luz, asidos al cabo que salía de la pequeña embarcación blanca donde probablemente acabarían subiéndose. Para ellos  seguramente ese cuadro representaba su historia. Sonó el timbre, al abrir, tres hombres de mediana edad y vestidos con ropa de trabajo le dijeron que eran los de la mudanza. Comenzaron a recoger y ella se metió a sanear el cuarto de baño. Antes de las doce se marchó  al hospital. La cita se demoró más de lo pensado, cuando terminó, era tarde. Al llegar al piso, en el salón ya no estaban las fotos, ni el cuadro, provocándole un   leve desazón que se difuminó mientras limpiaba. Un domingo de Junio acudió al mercadillo de San Carlos. Recorriendo con su marido la policromía de aquel ecosistema de gentes y artículos de segunda mano. Antes de marcharse, al pasar junto a dos chicos que iban de la mano  y portaban un cuadro que a ella le resultaba tan familiar, pudo reconocer en el brillo de sus ojos la misma mirada tierna de la difunta pareja.