El piso llevaba unos dos meses cerrado, nadie había entrado desde
la muerte del propietario. Los herederos delegaron en el conserje la
responsabilidad de acondicionarlo. Una inmobiliaria local se encargaría de
enseñarlo a los posibles compradores. El hombre Abrió la puerta, estaba oscuro,
Aprovechó la claridad que se filtraba por la entrada para conectar el
interruptor de electricidad. De la cocina, próxima a la entrada, escucharon el repentino zumbido del motor que
enfriaba la nevera al recibir corriente. Atravesaron el pasillo para dirigirse
al salón, detrás, la señora de la limpieza le acompañaba sin hablar. Olía a
humedad, salitre y difunto. Subió la persiana y abrió la ventana para que el
aire templado de la mañana aireara la estancia. Era un sexto piso desde donde
se divisaba la geometría rectangular de los edificios recién construidos, estos,
casi tapaban por completo la muralla de la parte antigua ciudad. Solo
podía verse un pedazo de la
fortificación en lo alto de la
atalaya, junto a unas casas blancas
apiñadas a sus pies, y al fondo la línea infinita del horizonte mediterráneo confundida en la distancia con el rotundo y azulado cielo de Marzo. Él abrió la
ventana de la habitación de matrimonio y
ella la de la habitación adyacente. El conserje tenía confianza con la señora por
eso le contó brevemente lo que había sucedido: —El propietario falleció de un
paro cardíaco. La muerte de su pareja, lo hundió en una profunda depresión,
bebía en exceso, se aficionó a los tranquilizantes y vagaba por las cloacas de
la ciudad en busca de cocaina. Eso hizo que estuviese pendiente de él—le confesó. —Muchos días,
cuando bajaba a comprar el pan, nos cruzábamos en el jardín y conversábamos un
rato. No me extraño verlo durante dos días, pero al tercero sin saber de él, después
de comer acudí a su piso. Toqué el timbre, lo llamé por su nombre varias veces,
no obtuve respuesta, entonces saqué el juego de llaves, entré, y lo encontré
tumbado en la cama, vestido, rígido, y frío como una figura de porcelana. En la
mesilla de noche había una bolsita pequeña con polvo blanco, supuse que sería cocaína,
al lado vi un billete de 20 euros enrollado junto a un bote vacío de alprazolam. —Una pena— termino
diciendo. La señora negaba con la cabeza dando a entender que no se lo creía.
Antes de que el conserje abandonara el piso, la mujer le dijo que a media
mañana debía de ausentarse. Tenía una revisión médica y no regresaría hasta la
tarde. El hombre le respondió que no había ningún problema, así no se
estorbaría con los de la mudanza. Se despidieron, al cerrarse la puerta
mientras se ponía los guantes para limpiar el cuarto de baño, observo el salón,
estaba decorado con una imaginación práctica y austera. Había un sofá grande de
mimbre junto a dos individuales de tonos oscuros, a juego con una mesa baja de
cristal con varias revistas de arte esparcidas. El parquet claro del suelo
tenia manchas circulares. En una de las paredes unas cuantas fotografías
estaban ancladas a sus marcos por unas alcayatas, de otra pared pendía la réplica
de un cuadro de Sorolla, del techo colgaba una lámpara retro con dos focos, un mueble
rojo con formas asimétricas en el que no entraba ni un libro más era todo el
mobiliario del salón, tal vez estaba más cargado de emociones que de muebles
como pudo comprobar al escudriñar a fondo las fotos. Estaban ordenadas de forma
cronológica; observando desde la izquierda; dos jovenes abrazados sonreían en
medio de una buganvilia. Por la ropa, dedujo que sería a finales de los
setenta. En otra; uno estaba tumbado a la larga, con un brazo apoyado en la
arena mojada de la playa, con el pelo húmedo echado hacia atrás de espaldas a
quien tomó la instantánea, posiblemente observando feliz a su compañero, que
sin ropa como él y de rodillas con las nalgas pegadas a los talones, lo miraba
con afecto. Fue posando
sucesivamente los ojos en todas, la
mujer sonreía sin querer viendo la sucesión de los rostros felices de la pareja
extinta. En una de las ultimas tomada en un restaurante, se notaba el paso del
tiempo, tenían menos cabello y la piel estaba algo arrugada. Aun así, la
sonrisa blanca de sus labios seguía siendo igual, el silencio elocuente de esa imagen
transmitía la pureza de un amor sincero que había escapado de los muros de la
arcaica España de provincias. En la Ibiza libertaria de los setenta, agarrados
de la mano con total independencia, podían amarse sin sentir el dedo acusador,
rompiendo así, las cadenas que ataban los amores prohibidos. Casi Todas esas
fotografías se habían tomado en esa isla. Siguió recorriendo el resto de la
estancia con la vista hasta el cuadro. Quizás
para ellos tenía un significado especial, diferente al que le dio Sorolla. Dos
muchachos casi adolescentes, bañándose felices, en el mismo mar, con la misma
luz, asidos al cabo que salía de la pequeña embarcación blanca donde
probablemente acabarían subiéndose. Para ellos seguramente ese cuadro representaba su
historia. Sonó el timbre, al abrir, tres hombres de mediana edad y vestidos con
ropa de trabajo le dijeron que eran los de la mudanza. Comenzaron a recoger y
ella se metió a sanear el cuarto de baño. Antes de las doce se marchó al hospital. La cita se demoró más de lo
pensado, cuando terminó, era tarde. Al llegar al piso, en el salón ya no
estaban las fotos, ni el cuadro, provocándole un leve desazón que se difuminó
mientras limpiaba. Un domingo de Junio acudió al mercadillo de San Carlos. Recorriendo
con su marido la policromía de aquel ecosistema de gentes y artículos de
segunda mano. Antes de marcharse, al pasar junto a dos chicos que iban de la
mano y portaban un cuadro que a ella le
resultaba tan familiar, pudo reconocer en el brillo de sus ojos la misma mirada
tierna de la difunta pareja.