oscuro funcionario herido en Lepanto,
ninguneado por todos, murió pobre y olvidado».
Justifica la molestia que le causa en la vista,
Capitulo final
Javi, que al principio se resistía a hablar, Ahora distraía con sus extravagantes aventuras de paracaidista a los agentes del Instituto armado que no paraban de reírse. Sin saber ellos, que todo formaba parte de una argucia, y él no era más que un señuelo.
Cristian miró la hora y salió al callejón, en ese momento, su compinche entretenía al Cabo Moctezuma y sus subordinados en la otra punta del pueblo. Cinco minutos después: una Citroën C15 quejumbrosa maniobraba con torpeza marcha atrás. Abrió el almacén con premura, necesitaba traspasar el género de la furgoneta con la mayor celeridad posible. Al terminar la descarga, el estraperlista de aguardiente casero le dijo que lo dejaba, tenía miedo, corría el rumor de que la guardia civil estaba al acecho. Le pago, y sin llegar a responder nada, se quedó mirando como se borraban en el callejón, las luces rojas del vehículo de su vista al doblar la esquina. Después, fijó la mirada en la franja oscura del cielo y en las estrellas que tiritaban en lo alto como quien mira un cuadro que no entiende. Sin género clandestino que vender a los clientes que acudían cada noche en su busca: el negocio sería una ruina, no aguantaría. De nuevo estaba frente al ocaso de otro proyecto, otro sueño que terminaba en pesadilla, otra vez; él, su sombra y la derrota haciéndole compañía.
Abrió la puerta del bar; dentro, sonaba: ♪yo procuro olvidarte, siguiendo las rutas del pájaro herido♪… un tema de Bambino cantado por nuevededos con unos lamentos fingidos que impregnaban de amargura, el aroma a letrina, perfume caro y sudor etílico del local; mezclándose todo, con el barullo de la gente y el sonido de las teclas del piano que, el hombre travestido de Doctora, tocaba suavemente con los dos dedos índices de leñador. Esa melodía lastimera, avivó un recuerdo que permanecía dormido en el fango de su memoria. Molesto al revolver el pasado y ante un futuro difícil, se fue a sentar al fondo, al lado de una muchacha francesa algo botera y teñida de rubia que llevaba dos semanas acudiendo cada noche a verle. Ella, cuando no tenía mucho jaleo en la barra, le invitaba a su mesa y con sus pupilas equinas, buscaba con curiosidad en el silencioso dialecto de la mímica de su rostro una señal que le contase algo de su vida anterior, exploraba en las líneas horizontales de su frente, sin hablar, una pista, e intentaba comprender el jeroglífico de un pasado misterioso del que sólo, gracias a Javi, sabía algo. Desconocía a que se debían las lágrimas que le resbalaban por las mejillas pálidas, veladas en la neblina añil del tabaco y que le había visto derramar la noche que llegó por primera vez, sucediéndose repetidamente cada madrugada. Deseaba saber que sentía, como haría por inercia, alguien que se encuentra en las páginas de un libro de segunda mano; una marca y la mancha antigua de una huella e intenta seguir inútilmente, el rastro de la vida de quién antes leyó ese libro, intentando dar sin lógica alguna con el paradero de la persona que una vez, subrayó a lápiz una frase hermosa en el mismo libro que ahora le pertenece. Saber por curiosidad humana, si al final, el ser que escucho esa frase, fue feliz. Esa incógnita aumentaba su deseo, y esa noche, al sentarse junto a ella y notarlo más preocupado, le susurró al oído por primera vez: «te quiego» con su francés refinado le murmuró también: que anhelaba ser algo más qué su mejor amiga. Cristian, abstraído, no volvió su cara hacía ella, desoyendo sus palabras. Quizá estaba en otra parte, en una época transitada anteriormente y distante en el tiempo: »puede que hubiese regresado con la imaginación al antiguo invierno en Lisboa que pasó con su mujer, a la ciudad envuelta en la bruma de principios de febrero que subía del rio Tajo envolviendo las calles solitarias y húmedas. Al frio cuarto de baño del piso que compartieron, donde se la encontró una noche al regresar tarde a casa, sin las zapatillas puestas y los pies apoyados sobre las baldosas grises del suelo: ausente, con el contorno de los ojos hinchados y la mirada apagada, con la bata de lana medio abierta, ignorando el hilo de sangre cristalizada que le descendía desde su vello púbico hasta la cara interna de sus muslos desnudos, reflejados estos, junto a su cara, en el espejo anclado a la pared de azulejos blancos y, en cuyo cristal se observaba extrañada como se observaría a un mendigo con un traje pidiendo limosna. Puede ser qué Cristian sé estuviese acordando de aquella escena cruel, cuando se acercó a la taza del baño para orinar, y ver, al apartar el pantalón del pijama de ella con un pie, en el fondo blanco de la taza, una masa viscosa mezclada con papel de celulosa que a él le extraño encontrarse allí pero se calló para no delatar el exceso de alcohol en su cuerpo. Igual pensó, —aunque la rubia francesa seguía a su lado hurgando en la costra de sus heridas—, en el sonido violento de aquella noche al pulsar el tirador de la cisterna, y en el ruido del agua arrastrando todo, de su torpe indiferencia y la falta de tacto al pasar junto a ella, evitando al no besarla, que descubriera el sabor a ginebra de sus labios. Y su cabeza, embotada de vapores etílicos no fue capaz de intuir en ese momento porqué esa masa densa estaba ahí. Quizás recordó también la nota con los reproches, las explicaciones y la causa principal de su marcha dos años más tarde, en otra ciudad, cuando le reveló un viejo secreto que él comprendió tras leer la nota. Por eso, la melodía que sonaba en ese instante, se asemejaba a una fea cicatriz en el estómago. Tal vez ese era el motivo por el que estaba lejos de ese lugar putrefacto e inmundo, y el porqué de sus lágrimas que la muchachada no comprendía. Tras un largo silencio, se echó las manos al rostro y estuvo tapado con ellas por un espacio de tiempo indefinido. Sin prestar atención a la voz de helio de nuevededos que, con la dignidad de un toxicómano imitaba la canción que le dio éxito mundial a su compatriota: Franco Battiato: ♪ yo quiero verte danzar como los zíngaros del desierto con candelabros encima...o como los san migueleños en día de fiesta ♪…De repente, una idea fugaz cruzo por su mente, salió a la calle sin importarle demasiado el esperpéntico dúo musical, los clientes encendidos y la francesa afectada de melancolía. Llamó a Javi por teléfono mientras caminaba, y, lo nombró apoderado del negocio. Antes de que el sol devorase la madrugada, llegó a su casa jadeando debido a la caminata que hizo corriendo. Después, se sentó en una silla frente a la pantalla del ordenador durante varios días seguidos en los que apenas comió. Su corazón crujía lentamente los recuerdos a la vez que su espíritu emprendedor, fermentaba con paciencia, la fórmula con la que intentaría descifrar: los códigos secretos con los que iba a sabotear los partidos del Canal Plus. Y mientras sucedía todo eso, estancó su pasado en la parte menos transitada de su alma, donde también estaba Guille.
Capitulo II
Javi era un carrilano que llegó una mañana de mayo a San Miguel. Se apeó del tren justo antes de que el interventor lo denunciase a la autoridad porque viajaba sin billete. Le gusto el pueblo y echó raíces aquí. Ayudaba a Crisitian en el bar los viernes, sábados o cuando se lo pedía. Entre semana fabricaba ataúdes de caoba con su jefe: Pacumbral o Funerarias, (ambos motes se daban por válidos) en lo que hoy es la casa del pueblo. De joven llegó a ser Caballero Legionario Paracaidista, pero la mala fortuna le dejo una pierna con forma de Arco Olímpico tras un salto. Debido a ese percance fue licenciado antes de tiempo. Él deseaba seguir en el Ejército y al declararlo invalido, se quedó sin expectativas. Derrotado, abandonó Murcia con el carácter arañado, sin la posibilidad de gritar al viento nunca más el lema de los C.L.P: ¡Triunfar o Morir!. Esa decepción lo condujo por las avenidas de la mala vida. Un día, se vio envuelto en un altercado con un tipo en un bar de carretera. El juez, al no ser la primera vez que su carácter levantisco lo metía en problemas, lo envió a la sombra seis meses para darle un escarmiento. En la cárcel, conoció a un traficante de heroína turco con el que se asoció para bombear caballo de primera calidad desde el puerto de Rotérdam a los poblados de media España, esos en los que siempre hay lumbre aunque sea verano. Al final, la venta le pasó por encima. No resistió la tentación como hiciera Odiseo atado al mástil o San Antonio en los lienzos. Gracias al padre Manuel se apartó de la droga, pero después de cuatro años comiendo, entre otras cosas; yogures caducados, hacer mudanzas gratis y escuchar radio María, los mandó a paseo y se marchó dando un portazo y diciendo que ya no les debía ningún favor. Acostumbrado como estaba a cerrar puertas y abandonar lugares, no sintió ningún remordimiento al despedirse.
Retomando la historia en el punto donde la dejé, regresemos a lo que sucedió la noche de autos. Al instante exacto en el que se produjo la farsa.
Cuando Norman Bates estaba a punto de marcharse del otro bar de san Miguel: Javi, que llevaba un rato de pie disimulando y dando vueltas a una bebida aguada mientras esperaba al lado de la puerta, se avanzó sobre él. Inesperadamente le echó el guante; de un empujón lo mando contra la pared y le reclamó a voces y con una teatrera mirada de fuego: la deuda de los tres cafés que le debía a Cristian. Éste, rojo de cólera por la afrenta, lo negó todo. Javi forcejeo con él. Los gritos se escuchaban hasta en la plaza. Ambos cayeron al suelo, la poca clientela que a esa hora estaba en el bar, no se atrevió a separarlos, salvo Mendoza, alias; Catorce pinchazos. Ese mote se lo puso en un club de Málaga un guardaespaldas porque el chulo de una prostituta a la que no le quiso abonar un servicio, intentó asestarle en su impenetrable pecho de hormigón armado; catorce pinchazos con un destornillador de fabricación china y dudosa calidad.
Mendoza, que no quitó el pitillo de la boca durante toda la trifulca, no logró disuadir a Javi que, desde la entrada, le cerraba el paso al pobre infeliz, impidiéndole salir a la calle. Los chillidos no cesaron, uno quería salir y el otro no le dejaba. Veinte minutos después, dos patrullas de la guardia civil, alertada por un vecino anónimo que dio aviso, se personó en el local con los rotativos de los coches dando vueltas. El Cabo Moctezuma, al frente de los tres números que lo acompañaban, ordenó que tomasen una declaración minuciosa a los testigos presentes. No levantaron atestado por los hechos acaecidos. Todo se redujo a una fuerte reprimenda verbal del Cabo Moctezuma, afeando por igual, a los dos contendientes por su conducta impropia e inmadura; a uno por ladronzuelo; y a otro por romperle el cuello de la camisa. Javi, discretamente marcó el número de teléfono de Cristian e hizo una llamada perdida. Forjado con la vida que cargaba en la espalda, se entretenía negándose a hablar, al final, se disculpó como si fuese un monarca con muletas al que hubieran pillado de caza y dijo lo siguiente: «Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir». Norman Bates guardó silencio, con el orgullo agraviado por los golpes y el trato vejatorio al que fue sometido por la autoridad. Se largó exagerando su paso altivo y atusando con las manos, los cuatro pelos que tenía en la cabeza y con los que trataba de disimular su decrepitud capilar. El Cabo Moctezuma obligó a cerrar el local de inmediato a la dueña. La argucia había salido bien. Cristian, aprovechando el revuelo del otro Local, contactó rápidamente con el proveedor.
—Qué tarde es—pensaba—mientras limpiaba los vasos. A esas horas de la madrugada en el interior del local a penas tres clientes ocupaban alguno de los taburetes de polipiel cuya adquisición se la había truequeado seis meses antes al nieto de un gitano austriaco que había combatido con Hitler en la 1° guerra mundial y que ahora trabajaba de peón en la construcción en la provincia de Lugo. En una de tantas noches de viajeros de paso, se dejó caer por aquí, buscaba aliviar el vomito de su escroto entre las paredes del baño húmedo de la herida abierta de alguna meretriz sin menopausia adicta al jaco. Un asiático risueño y hablador jugaba a la máquina tragaperras, lo mismo podía ser Chino, agente doble de Corea del Norte o traficante de armas Yanqui. Las chicas se habían retirado a dormir. Era lunes de bostezos y fin de mes, no tenía demasiadas expectativas por si algún cliente se dejaba caer esa noche sin luna. Dos horas antes: en el almacén, hablé con "El Legia". Le expliqué la estrategia para que estuviese atento cuando "florero" se fuera.
Kunki que así le llamaban también, tenía otro nombre, pero de no usarlo se había olvidado de el y recurría a sus documentos para recordarlo. Una noche la Guardia Civil se presentó por sorpresa en la güisqueria, le preguntaron su nombre y el muy imbécil saco el DNI de la cartera, y por inercia se pasó con algo de nostálgia los perfiles plastificados entre lengua en busca de el sabor amargo que dejan los restos de la Fariña. El agente se percató de la escena y lo registró a conciencia, descubriendo en el fondo del bolsillo pequeño de su vaquero de mercadillo: una piedra diminuta de hachís. Los Guardia civiles se felicitaron, suspendiendo de inmediato la redada con el botín incautado al paraca, junto a un sobre de espidifren abierto requisado a una prostituta Nigeriana de dieciocho años que llevaba en el bolso para combatir el dolor de las llagas bucales provocadas por la succión continuada de prepucios con falta de higiene. Total que éste fue esposado allí mismo, humillado delante de todo el personal y mientras le afeaban la conducta, fue conducido por un séquito de ocho agentes bajo el mando del Cabo San Mamés a un vehículo policial dónde pasó la noche.
Continuará...
Volviendo a Kunki, he de decir en favor suyo, que nunca tuvo demasiada fortuna. De joven, se rompió una pierna al tirarse desde una altura de tres metros en una escaramuza contra un grupo de soldados marroquíes, cuando cumplía el servicio militar; allá abajo, por Ceuta: en el tercio de la legión Duque de Alba 2° dónde sirvió con rectitud durante un año, aunque se licenció sin honor, debido al incidente con el soldados marroquíes en el que fue acusado por los mandos del Ejército español, y condenado a la pena de sesenta días de arresto porque no advirtió como acabo de relatar; desde la garita en la que hacía la guardia, de dar aviso al cabo 1° de las sombras que se movían en la oscuridad, las dunas y la noche estrellada. Él reconoció, en una de las tantas madrugadas que me acompañaba en el Juver, tras haberse bebido un par de litros de "achampanado" que no era más que vino blanco de batalla; mezclado con gaseosa y que, provocaban que su lengua hablará más de la cuenta. «Pues si, Iván» —me contaba— «estaba aliviando mi calor en la garita» «como estaba Esteisy» tras una pausa espontánea, rememoraba a la gachi de la contraportada del As: «una rubia neumática con más curvas que la carretera del campo de las danzas» —decía—medio riéndose, al tiempo que un halo de tristeza recorría sus ojos de pestañas en flor y cejas melancólicas. Yo, para evitar que se emocionase más, le ponía: "el novio de la muerte" y él, se cuadraba; simulando con ese acto íntimo que le devolvía la honra perdida aquella lejana noche de su juventud en África. A Kunki la desgracia siempre le acompañaba, hasta el Ayuntamiento le cobraba el impuesto de circulación, porque al caminar ocupaba demasiada calle. El arqueo de su pierna izquierda parecía tener vida propia, e iba por libre. El alcalde, en un pleno extraordinario celebrado a traición el día de las fiestas patronales, decidió por unanimidad cobrarle una tasa por ocupar demasiado espacio en la vía pública. En fin, dejando a un lado la vida de Kunki que da para mucho, me voy a ceñir a los hechos de esa noche. Cómo dije anteriormente, habíamos quedado en hacerle una emboscada a: "florero". Este tipejo, llevaba chuleándome el café varios días seguidos. Y lo peor es qué; a las cinco de la tarde, hora en la que habría la güisqueria ya se presentaba y no se iba hasta que el perfume barato de la última ramera no se disipaba del local. Se sentaba como de costumbre, en el mismo taburete; pedía un café con leche, y allí, permanecía sin moverse todo el tiempo. Leía y releía la prensa escrita, a veces, cerraba los ojos y sesteaba un poco, desafiando las leyes de la física, con unas posturas imposibles de mantener para cualquier mortal. Más tarde, después de echar definitivamente el cierre de la güisqueria, me enteré por Alexandra la contorsionista; que ese cabrón era un racista: sólo le interesaban las prostitutas negras. Y que dentro de su pequeño cuerpo pasado de peso, calvicie declarada y piel blanca de enfermo terminal, escondía una filia sexual rara. Según me contó Alexandra; se gastaba la mitad de su pensión en la adquisición de fotografías de las rameras africanas obrando en el baño.
Continuará...
Y así fue como Kunki, desde el sur de la barra, apostado, haciendo una imaginaria, lo agarró en la puerta, justo antes que la sombra de la calle nocturna camuflase su reciente hurto. Yo, fingiendo que no me enteraba, había echado una mirada por las habitaciones del pecado, para ver si las trabajadoras carnales dormían. Toque suavemente la puerta de Romina, y ella, con voz de cantautora fracasada en la linea 8 del metro de Dublín, me invitó a pasar. Abrí un poco la puerta y, desde el umbral, sin llegar a entrar del todo, observé su cuerpo aún mojado por la reciente ducha. Acababa de desprenderse; del olor a sudor, alcohol y semen de hombres que habían alquilado su cariño un rato. Como el minero que sale negro de la mina, así se desprendía ella de la mugre emocional que impregnaba su cuerpo. Dejó la toalla de espaldas a mi, en una silla, sin importarle que yo escrutase con ojos de deseo los pliegues de su piel de nieve, salpicada de lunares que formaban constelaciones estelares por toda la espalda, su trasero era semejante a un corazón invertido, terso como el de una atleta del telón de acero. El cabello oscurecido por la ducha le llegaba por debajo de la nuca. Al darse la vuelta, vi sus mejillas d sarampión plagada de puntos marrones diseminados entre la frente, nariz y pómulos. Los ojos de mar invernal me miraban cansados, mientras yo, recorría la brevedad de sus pechos rosados y el bancal de su vientre que terminaba en un bosque de fuego. De repente, oí las voces que daba Kunki y eché a correr hacía la güisqueria, pensando en sus piernas, similares a las columnas de la bandera de España. Y allí estaban los dos, forcejeando. Kunki tenía agarrado por un brazo a florero, que intentaba zafarse de él sin fortuna. Al llegar donde ellos lo soltó, y como un cancerbero, se colocó delante de la salida, impidiendo así, que el otro saliese a la calle. Florero; nervioso, despeinado y con la camisa por fuera debido a la disputa, negaba mis acusaciones alegando que siempre dejaba el montante del café al ser servido. Después de una larga discusión le invite a no volver más por la güisqueria. Cuando se fue, Kunki tomó un achampanado para templar el pulso. Mientras acababa de recoger no dejaba de pensar en Romina. Él, se largo al ver que mi mente estaba en otro sitio. Regresé a su habitación, pero esta, ya estaba dormida, o se lo hacia. Maldije lo idiota que fui. Había tenido mi oportunidad y la había dejado escapar, por una deuda irrisoria, media hora antes, y ahora, la pensión naranja de su monte de venus con sábanas limpias y besos sin retribución económica, acababa de cerrar las puertas esa noche o quizás el resto de las noches que le quedaban en el Juver.
A Natalia:
Hola amor, ¿qué tal estás? Espero que bien. Te escribo esta carta porque los cinco minutos que nos dan a cada soldado los viernes para hablar por el teléfono vía satélite de la base, no me llegan para decirte lo mucho que te echo de menos, prefiero expresarme por este medio, así nadie me ve llorar cuando finaliza la llamada y evito que el resto de soldados que están en la cola noten mis ojos vidriosos. Sé que es algo que nos pasa a la mayoría cuando llamamos a casa, tal vez el hecho de estar aquí, en medio de éste paraje desolado, hace que sintamos mayor fragilidad emocional. En este árido lugar, los días se hacen muy largos; un minuto parece una hora, una hora un día y un día equivale al mes que llevo sin verte. No pensé que resultaría tan duro estar lejos de ti, cuando tomé la decisión no pensé mucho en las consecuencias. Lo sé, me cegó el dinero que ofrecían por venir y, ahora no sabes lo arrepentido que estoy. Mira que me lo advertiste –no vayas -haz el servicio militar donde te ha tocado-por lo menos nos veremos cada quince días- el dinero que percibas no hará que nos veamos-decías- ¡Qué razón tienes amor! Ahora mismo daría todo el sueldo de los cinco meses que me faltan para regresar a casa por estar un día contigo. En fin, de nada sirve lamentarse. Sólo puedo alegar en mi defensa que pequé de ingenuo, los oficiales cuando nos reunieron a todos los soldados del cuartel en el salón de actos para captar voluntarios, hablaban de una experiencia diferente a la vida anodina y obligatoria que pasaríamos aquí. Contaban lo maravilloso que sería sentirse útil a nuestro país en una guerra que ni siquiera era nuestra. Todas esas cosas absurdas nos las explicaron diciendo que nosotros solamente estaríamos para dar apoyo logístico, nuestra misión simplemente consistiría en ser cooperantes, meros observadores, y eso es lo más lamentable, ver a los que no tienen nada y quedarnos indiferentes, es lo que peor llevo cuando pasan frente a mí; niños desnutridos, ancianos que apenas se tienen en pie, mujeres y hombres famélicos, caminando errantes hacia el convoy de las oenegés, en busca de una mísera ración de comida. Arrastrando los pies entre el polvo de caminos empedrados que no llevan a ninguna parte. Sus caras sucias, los ojos hambrientos, vacíos, con la ropa hecha jirones y restos de sangre seca. Personas sin esperanza, desplazados, sin casa, sin nada, salvo algún recuerdo de un pasado mejor. Gente afinada durmiendo en tiendas de campaña, teniendo que soportar el hiriente frio de la noche, solo hay miradas asustadas. La historia sorda de los que la padecen frente a la historia heroica de los vencedores que será contada en los libros del futuro. Del otro lado de la alambrada estamos nosotros, contemplando casi impasibles la escena diaria que se repite. Es cierto todo lo que tratabas de explicarme del dinero, ahora lo entiendo, su valor es relativo, aquí no sirve para casi nada, tiene más valor una libra de chocolate o un bocadillo que un montón de dinero; hay quien dice, aunque es un rumor, que al caer la noche, alguna mujer se ha colado por la alambrada que delimita nuestra base y ha vendido su cuerpo por un litro de leche o un plato extra de comida de la que nos sobra. La guerra no tiene nada de romántica como nos hacían creer los oficiales que vinieron a captarnos. Pero amor: tienes que entender que no tenía opciones, o venia aquí ganando una importante suma de dinero, o me quedaba hasta cumplir el año de rigor haciendo el servicio militar obligatorio, sin apenas retribución económica y sin que sacase algo de provecho que me sirviese al retomar mi vida como civil. Siento haber tomado esta decisión pero ahora ya está. Si quieres puedes escribirme, en el remite va la dirección donde puedes enviarme las cartas. Una vez cada quince días viene un avión con provisiones, de paso trae el correo y algún paquete con revistas. Bueno, sólo me queda decirte lo que ya sabes: te extraño, en mi taquilla tengo una fotografía tuya, en la cartera llevo la misma pero más pequeña. Son las que te pedí que te hicieses en el fotomatón aquella madrugada de abril en la que regresábamos juntos a la urbanización donde vivíamos, fue el segundo Sábado que estaba contigo. ¿Te acuerdas? Sales con el pelo alborotado: la fina lluvia nos había empapado de camino a casa, me habías dicho –espera que me arregle- te revolviste el cabello con las manos, medio riéndote y con el dedo índice sugerente en la boca, imitabas de forma burlona a las modelos de las revistas eróticas así de esa forma te veo yo ahora. Recuerdo con nostalgia tu escandalosa risa en la calle desierta casi al amanecer, nos abrazamos y continuamos caminando sin importarnos la lluvia hasta nuestras diferentes casas de las afueras, en el trayecto escuchamos el ladrido de un perro, un gallo anuncio la inminente luz del alba, de repente dejo de llover y los primeros claros del día como en una fiesta, iluminaron de naranja y malva la mañana, las nubes se disiparon en el cielo, pasando éste, por la influencia del viento de gris a azul con rapidez, haciendo que el tejado de pizarra de las casas brillara por el efecto de la reciente lluvia, la cúspide altiva de la catedral con su imponente rosetón esperaba paciente a que los rayos del sol se filtrasen brevemente por la nave central. Y tú y yo, abrazados, viendo aquella maravilla, jurándonos amor eterno sin necesidad de decir nada. Apenas han pasado dos años desde entonces. ¿Sabes qué hago alguna vez? Aprovecho la oscuridad de las guardias nocturnas para cerrar brevemente los ojos, entonces creo que estoy contigo y mis manos recorren lentamente las avenidas de tu cuerpo de nuevo. ¡En fin! guardo tantos momentos hermosos a tu lado que prefiero no recordarlos ahora porque me pongo triste, aunque es cierto que si no supiese que a mi regreso me estarás esperando, no sé si sería capaz de superar lo que estoy viendo en esta estúpida guerra sin sentido. Que crueles son algunas personas, he llegado a sentir vergüenza de la falta de humanidad que hay aquí. Bueno, espero paciente tu carta, mientras, trataré de no dejar que me ahogue la melancolía, la distancia y la impotencia de esta tierra devastada. Te quiero Natalia.
Desde una Base itinerante militar de la OTAN en cualquier parte donde surja un conflicto bélico.
Siempre tuyo: Soldado de primera Jaime.