domingo, 3 de diciembre de 2017

Poema de madrugada

Querido Fernández Sancho:
No esperes de esta ingrata patria,
la que ignora teatro, pintura y pluma;
El aplauso en la red social.

España es tierra de envidias,
 le cuesta  alagar al prójimo,
y  muy poco señalarlo.

Por eso te digo;
Que sólo  esta piel de vaca,
podía  parir   a Cervantes

  
que casi sin gloria aquí,  no así en la China,
Fue enterrado en las Trinitarias
Calle: “Lope de Vega” y tiene guasa la cosa,
Hasta eso hicimos  con gracia.

Como dijo el Reverte:
«El hombre que escribió la novela más grande de todos los tiempos,
 oscuro funcionario herido en Lepanto,
 ninguneado por todos, murió pobre y olvidado».                                    


Esto es España, querido Fernández Sancho:
Y  cada pueblo de esta árida tierra de terrones y turriones,   
Tiene un Quijote, un Sancho y una muy buena mala memoria,
Gozosa, con las gafas de sol,
 Justifica la molestia que le causa en la vista,
Enfrentarse con la letra escrita.
 —Excusatio non petita
accusatio manifesta—  
Y tal vez, para no sentir más vergüenza,
Olvidemos  al desdichado hidalgo,
Que tan bien nos representa.





domingo, 17 de septiembre de 2017

Lo que le diría a un hijo

Hola Juan, hoy me he levantado temprano como casi siempre, y he pensado en escribirte una carta para intentar que estos: no resulten para ti unos años perdidos. Es simplemente una reflexión serena con la pausa que ofrece poder  releer lo escrito, no se trata de una regañina, a estas alturas, eso sobra. Creo, como otras veces, que ya puedo tratarte como a un adulto lucido que está  un poco perdido intentando comprender el complejo jeroglífico de la vida  y de los seres humanos que le rodean.
 Una vez, no hace mucho, te dije lo mismo que M. Vázquez Montalbán le dijo a Daniel Vázquez: «un hijo no es responsable del padre que tiene» y yo añado a esa frase, por si no la entiendes: «pero un padre si es responsable del hijo que tiene». Ya te he dicho en las primeras líneas  que no es una regañina, ni el fin  es darte el tostón domincal para tener yo, desde la distancia, la conciencia tranquila. Sólo deseo que aprendas a pensar por ti mismo, que no dejes que nadie lo haga por ti, que sepas defenderte en el dédalo o laberinto (las dos palabras significan lo mismo) peligroso de la vida, que te des cuenta que hay gente mala acechando entre sombras, y debes de saber defenderte por ti mismo, aprender también que hay gente buena. Pero eso, solamente lo puedes  entender  cuando seas capaz de comprender, al  observar a quien tienes en frente y  como es su  manera de pensar. Ahora estás a menos de un año de hacerte mayor de edad y cualquier cosa que hagas a partir de agosto del año que viene puede volverse en tu contra. Aunque yo sé, que ya hace años que eres mayor de edad porque son los arañazos que  da la vida y no una fecha, la que hace que madures,  te lo digo yo que estoy legitimado para hablar de eso.
 Sé que salí  de tu infancia de repente, pero así es la vida, entre tu madre y yo por aquel tiempo sólo nos quedaba la amistad, así que decidimos no mantener  el decorado de una convivencia feliz por el murmullo del que dirán,  que crecieses (María estaba a punto, o  ya había hecho con buen criterio la maleta cuando dejo de estudiar) pensando que todo iba bien, y de paso  nosotros seguir  autoengañándonos creyendo que las parejas son posibles. Pues no, ya ves; las parejas se rompen, los trenes matan, el tabaco se lleva a los seres queridos, las drogas confunden al cerebro y la estupidez humana supera a la de Peter Griffin, siempre ha sido así. Supongo que esa es la vida y lo que de aquellas fue doloroso, te  sirvió de lección  o te sirve  a ti  para saber que no creciste con la sensación absoluta de estafa por nuestra parte, en mi caso  y en el de tu madre también, tratamos de ser honestos aunque no siempre lo conseguiremos.
Para concluir, esta carta te la envío al mini grupo de whatsapp donde también está María, porque,  igual ahora no, pero quién sabe si en un futuro os sirve para releer lo que hay escrito, porque  lo escrito, es una forma de no marcharse del todo y permanecer en el recuerdo de los seres queridos.  Pues eso muchacho, ahora que  vives a golpe de conocimiento con sólo tocar una tecla de tu teléfono, aprende a descifrar  el alfabeto digital de la vida, y filtra con el colador de tu memoria; la basura que no te aporte nada y, no imites a nadie porque la mayoría creyéndose original, es lo único que sabe hacer; copiar y pegar, así, mientras copias y pegas o te haces fotos de los pies en una playa, no lees, y si no lees, no comprendes los entresijos secretos del aprendizaje y serás un ser simplón  que se cree único.


Siempre ahí: El padre tacaño de Bofin, Tresines y  Abuelo de Tina 

miércoles, 23 de agosto de 2017

Capítulo 3

                                     

                                         Capitulo final

Javi, que al principio se resistía a hablar, Ahora distraía con sus extravagantes aventuras de paracaidista a los agentes del Instituto armado que no paraban de reírse. Sin saber ellos, que todo formaba parte de una argucia, y él no era más que un  señuelo.

Cristian miró la hora y salió al callejón, en ese momento, su compinche entretenía al Cabo Moctezuma y sus subordinados en la otra punta del pueblo. Cinco minutos después: una Citroën C15 quejumbrosa maniobraba con torpeza marcha atrás. Abrió el almacén  con premura, necesitaba traspasar el género de la furgoneta con la mayor celeridad posible. Al terminar la descarga, el estraperlista de aguardiente casero le dijo que lo dejaba, tenía miedo, corría el rumor de que la guardia civil estaba al acecho. Le pago, y sin llegar a responder nada, se quedó mirando como se borraban en el callejón, las luces rojas del vehículo de su vista al doblar la esquina. Después, fijó la mirada en la franja oscura  del cielo y en las estrellas que tiritaban en lo alto  como quien mira un cuadro que no entiende. Sin género  clandestino que vender a los clientes que acudían cada noche en su busca: el negocio sería una ruina, no aguantaría. De nuevo estaba frente al ocaso de otro proyecto, otro sueño  que terminaba en pesadilla, otra vez; él, su sombra y la derrota haciéndole compañía.
Abrió la puerta del bar; dentro, sonaba: ♪yo procuro olvidarte, siguiendo las rutas del pájaro herido♪… un tema de Bambino cantado por  nuevededos con unos  lamentos fingidos que  impregnaban de amargura, el aroma a letrina, perfume caro y sudor etílico del  local; mezclándose todo, con el barullo de la gente y el  sonido de las teclas del  piano que, el hombre travestido de Doctora, tocaba suavemente con los dos dedos índices de leñador. Esa melodía lastimera,  avivó un recuerdo que permanecía  dormido en el fango de su memoria. Molesto al revolver el pasado  y ante un futuro difícil,  se fue a sentar al fondo, al lado  de una muchacha francesa algo botera y teñida de rubia que  llevaba dos semanas acudiendo cada noche a verle. Ella, cuando no tenía mucho jaleo en la barra, le invitaba a su mesa y con sus pupilas equinas, buscaba con curiosidad  en el  silencioso  dialecto de la mímica  de su rostro una señal que le contase algo de su vida anterior, exploraba  en las líneas horizontales de su frente, sin hablar, una pista, e intentaba  comprender el jeroglífico  de un pasado misterioso del que sólo, gracias a Javi, sabía algo. Desconocía a que se debían las lágrimas que le resbalaban por las mejillas pálidas,  veladas en la  neblina añil del tabaco y que le había visto derramar  la noche que llegó por primera vez, sucediéndose repetidamente  cada madrugada. Deseaba saber que sentía, como haría por inercia, alguien que se encuentra en las páginas de un libro de segunda mano; una  marca  y la mancha antigua de una huella e intenta seguir inútilmente, el rastro de la vida de quién antes leyó ese libro, intentando dar sin lógica alguna  con  el paradero de la persona que una vez, subrayó  a lápiz una frase hermosa  en el mismo libro que ahora le pertenece. Saber por curiosidad humana,  si  al final, el ser que escucho esa frase, fue feliz. Esa incógnita  aumentaba su deseo, y esa noche, al sentarse junto a ella y notarlo más preocupado, le susurró al oído  por primera vez: «te quiego» con su francés refinado le murmuró también: que anhelaba  ser algo más qué su mejor amiga. Cristian,  abstraído, no volvió  su cara hacía ella, desoyendo  sus palabras. Quizá estaba en otra parte, en una  época  transitada anteriormente y distante en el tiempo: »puede que  hubiese  regresado con la imaginación  al antiguo invierno en Lisboa que pasó con su mujer, a la ciudad envuelta en la  bruma de principios de febrero que subía del rio Tajo envolviendo  las calles solitarias y húmedas. Al frio cuarto de baño del piso que compartieron, donde se  la encontró una noche al regresar tarde a casa, sin las zapatillas puestas y los pies  apoyados sobre las baldosas grises del suelo: ausente,  con el contorno de los ojos hinchados y la mirada apagada, con la bata de lana medio abierta, ignorando el hilo de sangre cristalizada que  le descendía desde su vello púbico hasta la cara interna de sus muslos desnudos,  reflejados estos, junto a su cara, en el  espejo anclado a la pared de azulejos blancos  y, en cuyo cristal  se observaba  extrañada como se observaría  a un mendigo con un traje pidiendo  limosna. Puede ser qué Cristian sé estuviese  acordando de aquella escena cruel, cuando se acercó   a la taza del baño para orinar, y ver, al  apartar  el pantalón del pijama de ella  con un pie,  en el fondo blanco  de la taza, una masa viscosa mezclada con papel de celulosa que a él le extraño encontrarse  allí pero se calló para no delatar el exceso de alcohol en su cuerpo. Igual pensó, —aunque  la rubia francesa seguía a su lado hurgando en la costra de sus heridas—, en el sonido violento de aquella noche al pulsar el tirador de la cisterna, y en  el ruido del agua arrastrando todo, de su torpe indiferencia  y la falta de tacto  al pasar junto a ella,  evitando al no besarla,  que descubriera el sabor a ginebra de sus labios. Y su cabeza, embotada de vapores etílicos  no fue capaz de  intuir  en ese momento  porqué esa masa  densa estaba ahí. Quizás recordó también  la nota con los reproches, las explicaciones y la causa principal  de su marcha dos años más tarde, en otra ciudad, cuando le reveló un viejo secreto que él comprendió tras leer la nota. Por eso, la melodía que sonaba en ese instante, se asemejaba a una fea cicatriz en  el estómago. Tal vez ese era el motivo por el que estaba lejos de ese lugar putrefacto e inmundo, y el porqué de sus lágrimas que la muchachada no comprendía. Tras  un largo silencio,  se echó las manos al rostro y estuvo  tapado  con ellas  por un espacio de tiempo indefinido. Sin prestar atención a la voz de helio de nuevededos que, con la dignidad de un toxicómano imitaba la canción que le dio éxito mundial a su  compatriota: Franco Battiato yo quiero verte danzar como los zíngaros  del desierto con candelabros encima...o como los san migueleños en día de fiesta…De repente, una idea fugaz cruzo por su mente, salió a la calle sin importarle demasiado el esperpéntico  dúo musical, los clientes encendidos  y  la francesa afectada de melancolía. Llamó a Javi por teléfono mientras caminaba, y, lo nombró  apoderado del negocio. Antes de  que el sol devorase la madrugada, llegó a su casa jadeando debido a la caminata que hizo corriendo. Después, se sentó en una silla frente a la pantalla del ordenador durante  varios días seguidos en los que apenas comió. Su corazón crujía lentamente los recuerdos a la vez que  su espíritu emprendedor,  fermentaba con paciencia, la fórmula con la que intentaría descifrar: los códigos secretos con los que iba a sabotear los partidos del Canal Plus. Y  mientras  sucedía todo eso, estancó su pasado en la parte menos transitada de su alma, donde también estaba Guille.

Capítulo 2

                                          Capitulo II  

Javi era un carrilano que llegó una mañana de mayo a San Miguel. Se apeó del tren justo antes de que el interventor lo denunciase a la autoridad porque viajaba sin billete. Le gusto el pueblo y echó raíces aquí. Ayudaba a Crisitian en el bar los viernes, sábados o cuando se lo pedía. Entre semana fabricaba ataúdes de caoba con su jefe: Pacumbral o Funerarias, (ambos motes se daban por  válidos) en lo que hoy es la casa del pueblo. De joven llegó a ser Caballero Legionario Paracaidista, pero la mala fortuna le dejo una pierna con forma de Arco Olímpico tras un salto. Debido a ese percance fue licenciado antes de tiempo. Él deseaba seguir en el Ejército y al declararlo invalido, se quedó sin expectativas. Derrotado, abandonó Murcia con el carácter arañado, sin la posibilidad de gritar al viento nunca más el lema de los C.L.P: ¡Triunfar o Morir!. Esa decepción  lo condujo por las avenidas de la mala vida. Un día, se vio envuelto en un altercado con un tipo en un bar de carretera. El juez, al no ser la primera vez que su carácter levantisco lo metía en problemas, lo envió a la sombra seis meses para darle un escarmiento. En la cárcel,  conoció a un traficante de heroína turco con el que se asoció para bombear caballo de primera calidad desde el puerto de Rotérdam a los poblados de media España, esos en los que siempre hay lumbre aunque sea verano. Al final, la venta le pasó por encima. No resistió la tentación como hiciera  Odiseo atado al mástil  o San Antonio en los lienzos. Gracias al padre Manuel se apartó de la droga, pero después de cuatro años comiendo, entre otras cosas; yogures caducados, hacer mudanzas gratis y escuchar radio María, los mandó a paseo y se marchó dando un portazo y diciendo que ya no les debía ningún favor. Acostumbrado como estaba  a cerrar puertas y abandonar lugares, no sintió ningún remordimiento al despedirse.

Retomando la historia en el punto donde la dejé, regresemos  a lo que sucedió la noche de autos. Al instante exacto en el que se produjo la farsa.

Cuando Norman Bates estaba a punto de marcharse del otro bar de san Miguel: Javi, que  llevaba un rato de pie disimulando y dando vueltas a una bebida aguada mientras esperaba al lado de la puerta, se avanzó sobre él. Inesperadamente  le echó el guante; de un empujón lo mando contra la pared y le reclamó a voces y  con una teatrera mirada   de fuego: la deuda de los tres cafés que le debía a Cristian. Éste, rojo de cólera por la afrenta, lo negó todo. Javi  forcejeo con él. Los gritos  se escuchaban hasta en la plaza. Ambos cayeron al suelo, la poca clientela que a esa hora estaba en el bar,  no se atrevió a separarlos, salvo Mendoza, alias; Catorce pinchazos. Ese mote se lo puso en un club de Málaga un guardaespaldas porque el chulo de una prostituta a la que no le quiso abonar un servicio, intentó  asestarle en  su impenetrable pecho de hormigón armado;  catorce  pinchazos con un destornillador de fabricación china y dudosa calidad.

Mendoza, que no quitó  el pitillo de la boca durante toda la trifulca, no logró disuadir a Javi que, desde la entrada, le cerraba  el paso al pobre infeliz,  impidiéndole salir a la calle. Los chillidos no cesaron, uno quería salir y el otro no le dejaba. Veinte minutos después, dos patrullas de la guardia civil, alertada por un vecino anónimo que dio aviso, se personó en el local con los rotativos de los coches dando vueltas.  El Cabo Moctezuma, al frente de los tres números que lo acompañaban, ordenó que tomasen una  declaración minuciosa a los testigos presentes. No levantaron atestado por los hechos acaecidos. Todo se redujo a una fuerte reprimenda verbal del Cabo Moctezuma, afeando por igual, a los dos contendientes por su conducta impropia e inmadura; a uno por ladronzuelo; y a otro por romperle el cuello de la camisa. Javi, discretamente marcó el número de teléfono de Cristian e hizo una llamada perdida. Forjado con la vida que cargaba en la espalda, se entretenía negándose a hablar, al final, se disculpó como si fuese un monarca con muletas al que hubieran pillado de caza y dijo lo siguiente: «Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir». Norman Bates guardó silencio, con el orgullo agraviado por los golpes y el trato vejatorio al que fue sometido por la autoridad. Se largó   exagerando su paso altivo y  atusando con las manos, los cuatro pelos que tenía en la cabeza y con los que trataba de disimular  su decrepitud capilar. El Cabo Moctezuma obligó a cerrar el local de inmediato a la dueña. La argucia había salido bien. Cristian, aprovechando el revuelo del otro Local, contactó rápidamente con el proveedor.

domingo, 13 de agosto de 2017

El callejón tóxico

                                                                                      
                                             Capitulo I
Cristian, decepcionado tras su fracaso sentimental, regresó  a San Miguel. Los últimos diez años los había pasado recorriendo varios países del mundo: junto a su esposa, montó una infinidad de negocios disparatados, la mayoría de ellos; el día que anunciaba la apertura ponía el cartel de: "cierre por liquidación".
Llegó a ser: fontanero en un pueblo del Sahara Occidental, pero debido a la escasez de agua corriente en las casas, hicieron las maletas y probaron fortuna en Portugal donde montaron una pequeña fábrica de toallas. Pero desgraciadamente,  la demanda de trabajo flojeó  enseguida  debido a la fuerte competencia que tenían, sumado  a la falta de liquidez y las continuas  discusiones de la pareja, cambiaron de país. Con el poco dinero  que les quedaba de una pequeña herencia familiar,  sacaron dos billetes de avión a Finlandia. Un amigo en común les habló muy bien de ese país.  Por lo tanto, una vez allí, tras un intenso estudio de mercado, comprobaron que no existía ninguna tienda de ventiladores con los que combatir los rigores veraniegos, después de una larga conversación del matrimonio y haciendo caso omiso al hombre del tiempo: apostaron por abrir una. No les iba mal, pero ella, harta de vivir del aire,  y cansada de sentirse a su lado, más inútil que el estampado floral del vestido  de una judía en un campo de concentración nazi. Desapareció. Antes de marcharse; combatía el tedio y la soledad  en una página de contactos donde conoció  a un camionero Lucense de la orquesta Panorama que ejercía también de contrabandista de Winston americano. El intrépido conductor pluriempleado  le prometió, en sus furtivos encuentros virtuales; estabilidad, tabaco gratis y  una cama en la cabina del camión. Así que,  un día, le escribió una breve carta de despedida y se esfumo de su vida: alojando la lista de recuerdos en los intestinos de su cuerpo. Frustrado por cómo lo abandonó, cerró la tienda, volvió a San Miguel y alquiló el bar de Macario: el que estaba en el callejón que pegaba al antiguo puesto de la Benemérita; y en cuyo interior, cada noche, combatía el desamor bajo el influjo de la ginebra Gordon’s, el vermú del Lidl o el Brandy 103. El humo y la penumbra violeta  del local, no lograban disimular que, en el blanco de sus ojos de plato hondo  y pena; no hubiese madrugada, en la que su mirada no estuviera herida de lágrimas mezcladas con alcohol. Bueno, de momento, dejaremos los problemas sentimentales de él para una ocasión mejor. Ahora, centrémonos en saber lo que sucedió aquella remota  noche.
Cristian, en el bar,  se dedicaba a transacciones  ilícitas. Intentaba ser discreto, pero las ventanas tenían ojos y las lenguas murmuraban en las tiendas de todo el pueblo. Para su desgracia, la fauna que frecuentaba su tugurio, incluía: proxenetas de las güisquerías cercanas, taxistas, meretrices exuberantes, detectives privados  y otra clase de seres nocturnos que, de discretos, no tenían ni la fotografía del d.n.i. Casi todas las noches se dejaban caer por el bar en busca de su dosis. De paso, escuchaban la peculiar voz rota y adicto al helio comprimido del  Napolitano: Angelo Litrico, apodado: nuevededos: que bebía Dyc en vaso de tubo, y nunca apuntaba al techo con el meñique al darle un trago a la copa.  Aun así, su piel tostada sumada a su porte sureño, no le restaba elegancia y un toque de  chulería. Le  acompañaba un compatriota travesti, su nombre: Roger de  Mico. Cada noche se transformaba en: la doctora hipocondríaca. Él/Ella, sentada al piano, tocaba dolorosas melodías que se ajustaban a la impecable garganta de nuevededos  y, entre canción y canción: extendía recetas falsas  de ibuprofeno. Junto a   toda esa excéntrica  clientela, me encontraba yo; uno de los  columnistas del rotativo semanal: El veraz de San Miguel.
Esa noche, a Cristian le entregaban un envío. Alguien le había dado un soplo el día anterior. Sabía que los picoletos  le estaban vigilando, de modo que, esa tarde, junto a un  cliente leal,  idearon un plan. La excusa fue la siguiente: cómo estaba harto de que Norman Bates (apodo que yo le puse en honor a la película de Psicosis) se marchase sin pagar el café. Javi, el cliente leal, provocaría  un escándalo, exigiéndole  el monto total de los cafés que le adeudaba, lejos de allí, en otro bar  al que también acudía Norman Bates  alguna vez. En el siguiente capítulo sabremos más de Javi. Creo que el relato se vertebra un poco más  si lo  conocemos un poco mejor.  


                                          Capitulo II  
Javi era un carrilano que llegó una mañana de mayo a San Miguel: se apeó del tren justo antes de que el interventor lo denunciase a la autoridad porque viajaba sin billete. Le gusto el pueblo y echó raíces aquí. Ayudaba a Crisitian en el bar los viernes y los sábados o cuando se lo pedía. Entre semana fabricaba ataúdes de caoba con su jefe: Pacumbral o Funerarias, (ambos motes se daban por  válidos) en lo que hoy es la casa del pueblo. De joven llegó a ser Caballero Legionario Paracaidista, pero la mala fortuna le dejo una pierna con forma de Arco Olímpico tras un salto. Debido a ese percance fue licenciado antes de tiempo. Él deseaba seguir en el Ejército y al declararlo invalido, se quedó sin expectativas. Derrotado, abandonó Murcia con el carácter arañado, sin la posibilidad de gritar al viento nunca más el lema de los C.L.P: ¡Triunfar o Morir!. Esa decepción  lo condujo por las avenidas de la mala vida. Un día, se vio envuelto en un altercado con un tipo en un bar de carretera. El juez, al no ser la primera vez que su carácter levantisco lo metía en problemas, lo envió a la sombra seis meses para darle un escarmiento. En la cárcel,  conoció a un traficante de heroína turco con el que se asoció para bombear caballo de primera calidad desde el puerto de Rotérdam a los poblados de media España, esos en los que siempre hay lumbre aunque sea verano. Al final, la venta le pasó por encima. No resistió la tentación como hiciera  Odiseo atado al mástil  o San Antonio en los lienzos. Gracias al padre Manuel se apartó de la droga, pero después de cuatro años comiendo, entre otras cosas; yogures caducados, hacer mudanzas gratis y escuchar radio María, los mandó a paseo y se marchó dando un portazo y diciendo que ya no les debía ningún favor. Acostumbrado como estaba  a cerrar puertas y abandonar lugares, no sintió ningún remordimiento al despedirse.
Retomando la historia en el punto donde la dejé, regresemos  a lo que sucedió la noche de autos. Al instante exacto en el que se ejecuta la farsa.
Cuando Norman Bates estaba a punto de marcharse del otro bar de san Miguel: Javi, que  llevaba un rato de pie disimulando y dando vueltas a una bebida aguada mientras esperaba al lado de la puerta, se avanzó sobre él. Inesperadamente  le echó el guante; de un empujón lo mando contra la pared y le reclamó con una teatrera mirada   de fuego: la deuda de los tres cafés que le debía a Cristian. Este, rojo de cólera por la afrenta, lo negó todo, forcejeo con él, e intento zafarse sin éxito. Las voces  se escuchaban hasta en la plaza; ambos cayeron al suelo, la poca clientela que a esa hora estaba en el bar,  no se atrevió a separarlos,  salvo Mendoza, alias; Catorce pinchazos.  Lo cristianizaron con ese mote  en un club de Málaga porque el chulo de una prostituta a la que no le quiso abonar un servicio, intentó  asestarle en  su impenetrable pecho de hormigón armado;  catorce  pinchazos con un destornillador de fabricación china, y dudosa calidad.
Mendoza, que no quitó  el pitillo de la boca durante toda la trifulca, no logró disuadir a Javi que, desde la entrada, le cerraba  el paso al pobre infeliz,  impidiéndole salir a la calle. Los gritos no cesaron, uno quería salir y el otro no le dejaba. Veinte minutos después, dos patrullas de la guardia civil, alertada por un vecino anónimo que dio aviso, se persono en el local con los rotativos de los coches dando vueltas.  El Cabo Moctezuma, al frente de los tres números que lo acompañaban, ordenó que tomasen una  declaración minuciosa a los testigos presentes. No levantaron atestado por los hechos acaecidos. Todo se redujo a una fuerte reprimenda verbal del Cabo Moctezuma, afeando por igual, a los dos contendientes por su conducta impropia e inmadura; a uno por ladronzuelo; y a otro por romperle el cuello de la camisa. Javi, discretamente marcó el número de teléfono de Cristian e hizo una llamada perdida. Forjado con la vida que cargaba en la espalda, se entretenía negándose a hablar, al final, se disculpó como si fuese un monarca con muletas al que hubieran pillado de caza y dijo lo siguiente: «Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir». Norman Bates guardó silencio, con el orgullo agraviado por los golpes y el trato vejatorio al que fue sometido por la autoridad. Se largó   exagerando su paso altivo y  atusando con las manos, los cuatro pelos que tenía en la cabeza y con los que trataba de disimular  su decrepitud capilar. El Cabo Moctezuma obligó a cerrar el local de inmediato a la dueña. La argucia había salido bien. Cristian, aprovechando el revuelo del otro Local, contactó rápidamente con el proveedor.
                                         Capitulo final
Javi, que al principio se resistía a hablar, Ahora distraía con sus extravagantes  aventuras de paracaidista, a los agentes del Instituto armado que no paraban de reírse. Sin saber ellos, que todo formaba parte de una argucia, y él no era más que un  señuelo.
Cristian miró la hora y salió al callejón, en ese momento su compinche entretenía al Cabo Moctezuma y sus subordinados en la otra punta del pueblo. Cinco minutos después: una Citroën C15 quejumbrosa maniobraba con torpeza marcha atrás. Abrió el almacén  con premura, necesitaba traspasar el género de la furgoneta con la mayor celeridad posible. Al terminar la descarga, el estraperlista de aguardiente casero le dijo que lo dejaba, tenía miedo porque la guardia civil estaba al acecho. Le pago, y sin llegar a responder nada, se quedó mirando en el callejón  las luces rojas del vehículo que se borraron  de su vista al doblar la esquina. Después, fijó la mirada en la franja oscura  del cielo y en las estrellas que tiritaban en lo alto  como quien mira un cuadro que no entiende. Sin género  clandestino que vender a los clientes que acudían cada noche en su busca: el negocio sería una ruina, no aguantaría,  de nuevo, estaba frente al ocaso de otro proyecto, otro sueño que terminaba en pesadilla, otra vez; él, su sombra y la derrota haciéndole  compañía. Abrió la puerta del bar, dentro, sonaba: yo procuro olvidarte, siguiendo las rutas del pájaro herido♪ un tema de Bambino  cantado por  nuevededos con unos  lamentos fingidos que  impregnaban de amargura, el aroma a letrina, perfume caro y sudor del  local; mezclándose todo, con el barullo de la gente y el  sonido de las teclas del  piano que, el hombre travestido de Doctora, tocaba suavemente con los dos dedos índices de leñador. Esa melodía lastimera,  avivó un recuerdo que permanecía  dormido en el fango de su memoria. Molesto al revolver el pasado  y ante un futuro difícil,  se fue a sentar al fondo, al lado  de una muchacha francesa algo botera y teñida de rubia que  llevaba dos semanas acudiendo cada noche a verle. Ella, cuando no tenía mucho jaleo en la barra, le invitaba a su mesa y con sus pupilas equinas, buscaba con curiosidad  en el  silencioso  dialecto de la mímica  de su rostro,  una señal que le contase algo de su vida anterior, exploraba  en las líneas horizontales de su frente, sin hablar, una pista, e intentaba  comprender el jeroglífico  de un pasado misterioso del que sólo, gracias a Javi, sabía algo. Desconocía a que se debían las lágrimas que le resbalaban por las mejillas pálidas,  veladas en la  neblina añil del tabaco y que le había visto derramar  la noche que llegó por primera vez, sucediéndose repetidamente  cada madrugada. Deseaba saber que sentía, como haría por inercia: alguien que se encuentra en las páginas de un libro de segunda mano; una  marca  y la mancha antigua de una huella e intenta seguir inútilmente, el rastro de la vida de quién antes leyó ese libro, intentando dar sin lógica alguna  con  el paradero de la persona que una vez, subrayó  a lápiz una frase hermosa  en el mismo libro que ahora le pertenece: saber por curiosidad humana,  si  al final, la persona que escucho esa frase, fue feliz. Esa incógnita  aumentaba su deseo, y esa noche, al sentarse junto a ella y notarlo más preocupado, le susurró al oído  por primera vez: «te quiego» con su francés refinado, le murmuró también que anhelaba  ser algo más qué su mejor amiga. Cristian,  abstraído, no volvió  su cara hacía ella desoyendo  sus palabras, quizás  estaba en otra parte, en una  época  transitada anteriormente y distante en el tiempo: »puede que  hubiese  regresado con la imaginación  al antiguo invierno en Lisboa que pasó con su mujer, a esa ciudad de brumas de principios de febrero que subían  del rio Tajo envolviendo  las calles solitarias y húmedas:  al frio cuarto de baño del piso que compartieron donde se  la encontró una noche al regresar tarde a casa, sin las zapatillas puestas y los pies  apoyados sobre las baldosas grises del suelo: ausente,  con el contorno de los ojos hinchados y la mirada apagada, con la bata de lana medio abierta, ignorando el hilo de sangre cristalizada que  le descendía desde su vello púbico hasta la cara interna de sus muslos desnudos,  reflejados estos, junto a su cara, en el  espejo anclado a la pared de azulejos blancos  y, en cuyo cristal  se observaba  extrañada como se observaría  a un mendigo con un traje pidiendo  limosna. Puede ser qué Cristian sé estuviese  acordando de aquella escena cruel, cuando se acercó   a la taza del baño para orinar, y ver, al  apartar  el pantalón del pijama de ella  con un pie,  en el fondo blanco  de la taza, una masa viscosa mezclada con papel de celulosa que a él le extraño encontrarse  allí, pero se calló para no delatar  el exceso de alcohol en su cuerpo. Igual pensó, -aunque  la rubia francesa seguía a su lado hurgando en la costra de sus heridas-, en el sonido violento de aquella noche al pulsar el tirador de la cisterna, y en  el ruido del agua arrastrando todo, de su torpe indiferencia  y la falta de tacto  al pasar junto a ella,  evitando al no besarla,  que descubriera el sabor a ginebra de sus labios y su cabeza embotada de vapores etílicos que no     intuyó en ese momento  porqué esa masa  densa estaba ahí. Quizás recordó también  la nota con los reproches, las explicaciones y la causa principal  de su marcha dos años más tarde, en otra ciudad, cuando le reveló un viejo secreto que él comprendió tras leer la nota. Por eso, la melodía que sonaba en ese instante, se asemejaba a una fea cicatriz en  el corazón.  Tal vez ese era el motivo por el que estaba lejos de ese lugar putrefacto e inmundo y de sus lágrimas, rodeado de gente superficial que cada noche repetían como autómatas programados: la misma historia.  Tras  un largo silencio,  se echó las manos al rostro y estuvo  tapado  con ellas  por un espacio de tiempo indefinido. Sin prestar atención a la voz de helio de nuevededos  que, con la  dignidad de un toxicómano imitaba  la canción que le dio el éxito mundial  a su compatriota: Franco Battiato:  yo quiero verte danzar, como los zíngaros del desierto, con candelabros encima… o como los san migueleños en días de fiesta ♪…De repente, una idea fugaz cruzo por su mente, salió a la calle sin importarle demasiado el esperpéntico  dúo musical, los clientes encendidos  y  la francesa afectada de melancolía. Llamó a Javi por teléfono mientras caminaba, y, lo nombró  apoderado del negocio. Antes de  que el sol devorase la madrugada, llegó a su casa jadeando, debido a la caminata que hizo corriendo. Después, se sentó en una silla frente a la pantalla del ordenador durante  varios días seguidos en los que apenas comió. Estancó  su vida pasada en una esquina de su alma  y simultáneamente se enlazó a su espíritu emprendedor fermentando  con paciencia, la fórmula con la que intentaría descifrar: los códigos secretos con los que iba a sabotear los partidos del Canal Plus.  


El lobo de la Fuente

                                                        

Esta es la historia de un suceso que ocurrió hace más de cuatro décadas a un vecino de San Miguel Uno de los  protagonistas de este relato;  me contó, que una tarde de finales de junio, con el sol todavía alto en el cielo, el linaje de la estirpe san migueleña  a la que pertenece,  recogía  hierba en Pinilla para dar de comer después a las vacas, sin preocuparse demasiado por los tiros que se escuchaban a cierta distancia, entre los chopos próximos a  la ribera izquierda del Boeza. Aquel día, una batida  intentaba dar muerte al canciller de la fauna Ibérica: el lobo. Este, como gran corredor inagotable  que es, y excelente nadador, al sentirse acorralado; cruzo el río, huyendo del grupo perseguidor, poniendo agua de por medio. También  -Me dijo- que cuando el lobo se sintió a salvó; tomó aire sigiloso para recuperarse del esfuerzo, más tarde, algo desorientado, se acercó al grupo de niños que, rebajados de las labores de los adultos, jugaban en el prado. En ese momento, el más pequeño de los primos, de unos cuatro años de edad, rodeado en un círculo por el resto, se arrimó inocente a su cara, creyendo qué a quién tocaba, era un perro. Lo estuvo acariciando  hasta que su abuelo, desde lo alto del carro donde estaba acopiando la hierba, se percató de lo que estaba ocurriendo  y dio la voz de alerta al resto de la familia. Al oír los gritos y los engazos en alto de los adultos, el lobo echó a correr; perdiéndose su pista por entre los robles  y la densa maleza, ignorando el grupo perseguidor, la dirección exacta de su huida.

Mucho tiempo después, una tarde similar  de principios verano,  mientras descansaba  en fuente Cimera de un largo paseo  me acordé de esa historia  al creer ver por un instante; el soberbio y armónico perfil de un lobo,  recortándose fugazmente,  contra  el tronco de los árboles y zarzas en el crepúsculo rojo de junio. Aunque quizás,  fue sólo fruto de mi cansancio, debido al  esfuerzo realizado, el que me hizo pensar que aquella silueta sombreada de  líneas cóncavas; era la de un lobo con "poco pelaje y mucha maña". Como solía decir Parapar cuando ganaba a los naipes en el bar de Prieto. Yo, crecí embutiendo mi imaginación   con  los cuentos misteriosos de  lobos que escuché de niño. Muchas veces, llegaron a perturbar mi sueño, especialmente, uno  que me contó: Miguel el de la sierra, cuyo recuerdo rescaté de la memoria en aquel momento. La breve visión, debido a mi cansancio igual  me confundió,  y puede que en realidad, lo que vi, fuese  tan solo  un  perro silvestre.
 Pero de lo que no dudo, es de lo que escuché una  noche del mes de enero al caminar  por la acera helada  que hay, entre las casas de Gabriel el barbero y la  de Rosa y el Español. Ambas, separadas por  la llanura escarchada  que  se prolonga casi  hasta  el Boeza. Justo ahí,  empujado por la brisa glacial  que arrastraba la humedad del río y hacia crujir  levemente  las ramas desnudas de los árboles de  aquel  duro invierno, me detuve unos minutos, al oír nítido; el aullido quejumbroso  de un lobo castigado por el hambre, intuyendo tal vez, el inmediato  final  de su reinado  y el declive  de su  especie. En el fondo, igual  ese  lamento triste,  no era más que un alarido afónico pidiendo   auxilio  al firmamento frío en la noche clara de luna llena, buscando un porqué en la curvatura  infinita del  vacío nocturno; suplicando  una respuesta a su escudo  y gran defensor: Félix Rodríguez  de la Fuente, dónde seguramente descansa desde que  su reloj cósmico  se paró  misteriosamente en la gélida nieve de  Alaska, dejando en la orfandad, a toda la fauna Ibérica   y a  mi generación. 
 Y así, poco a poco, nos estamos convirtiendo en  testigos impasibles,  asistiendo  con desdén   ante su inminente  extinción. Por ello, las generaciones venideras serán privadas de ese astuto  animal. Y sólo hallarán, si les interesa,  en  los futuros libros de historia  que son la madre de la verdad, y  en las imágenes  de papel impreso o digital: la belleza insuperable del lobo. Alguna persona sensata, tal vez, les cuente  a los futuros estudiantes, cuál fue el motivo real de su extinción si no se pone remedio pronto. Y por desgracia para ellos, nunca sentirán cómo se eriza la piel  cuando se ha escuchado en vivo;  el aullido estremecedor de un cazador legendario  que llegó a estar;  en la cúspide del hemisferio norte y de su linde: ahora,  la debilitada  luz de su cirio se derrite  lentamente en el espacio temporal de este presente prefabricado  frente  a la inmensidad indiferente del mundo y el olvido. De modo que,  lamentándolo mucho, intuyo que nuestros herederos  no  podrán  contemplarlo,  como lo hizo  David  aquel lejano verano de 1972.


lunes, 19 de junio de 2017

Güisqueria Juver ||

Pasó el tiempo, y en él, se diluyó mi enfado con florero, volví a readmitirle en la güisqueria gracias a Kunki que, de naturaleza era   religioso, buen amante del alcohol y dotado de una sensibilidad de costurera superlativa. Se lo había encontrado un día lluvioso de otoño esperando el autobús, y la pena, que siempre fue la parte débil de su carácter, hizo que detuviese el coche a su lado, y le invitó a subir. En el trayecto, lamentaba lo sucedido conmigo, mostrándose muy arrepentido al ser descubierto hurtando los cafés. Kunki me transmitió la conversación  novelada, muchas veces, cuando estaba saturado de vino blanco y sus ojos se asemejaban a telarañas rojas, casi siempre, se arrancaba con alguna noticia, historia o cuento, dotaba de una atmósfera misteriosa las madrugadas sin clientela del Juver, a veces, me defraudaba tanto su lentitud de prosa etílica,  labios pegajosos y lengua flácida; que me aburría, en cambio otras, me obligaba a detener mis quehaceres, prestando así, más atención a lo que relataba. Aunque esas, las buenas historias, las iré narrando en otra ocasión. Por Ahora, centrémonos en la noche que desapareció una pulsera de oro y en todo lo que sucedió después:

Florero, había permanecido sentado hasta esfumarse en el lugar de siempre, esa vez tenia un competidor similar a él metafóricamente hablando, claro. La navidad  acababa de llegar, con ella, aumentó la nieve en los baños, el frío en la calle y el dinero de la paga extra para derrochar. El local estaba saturado de adornos por las paredes; un árbol de navidad, como he dicho, desafiaba, estático, altivo y barroco desde la columna, a florero, éste, de vez en cuando, al salir de un micro sueño, tras desperezarse, retorcía aún somnoliento su cuello de búho, sin despegar el trasero del asiento y con la verticalidad de su cuerpo alineada a las patas del taburete, disimulaba mientras lo  observab ajustando un ojo, parecía imitar a un capitán de barco que, con desconfianza marina vigilase unas peligrosas  nubes negras por barlovento. El árbol tenia cintas de colores, figuras y bolas brillantes. Era tan grande, que si se lo hubiese propuesto, podría haberse acomodado  en una de sus ramas como si fuese parte del decorado. Fue entonces cuando: Laura, la bailarina Letona recíén llegada de la república Báltica, estaba a punto de ejecutar su numero especial en la barra vertical, el local estaba cargado de hombres; algunos expulsaban con cierta chulería por la boca, volutas con el humo de sus cigarrillos, más de una filigrana llegaba hasta el techo de color incierto, el calor del local se condensaba en los cristales de los ventanales, y las mujeres de vida fácil, bebían agua en botellas de champán caro mientras escuchaban aburridas lo mucho que querían a sus mujeres  los señores que les habían invitado a un benjamín: de repente, una voz masculina y autoritaria, exclamó en voz alta:

—¡enciende las luces! ¡enciéndelas joder! ¡me falta la pulsera de oro¡ !quién de vosotras me la ha robado?. En ese momento, yo preparaba la canción que debía de sonar por los altavoces, sincronizaba como muchas otras veces la mirada con la bailarina de turno, así, en el preciso instante que me diese la señal,

sonaría la canción, el tema acordado esa vez era: After Dark del grupo: Tito y Tarántula, pero en el primer punteo de la guitarra electroacústica, fue cuando escuchamos todos los presentes; la voz intimidante sin acertar a quien pertenecía, suspendí de inmediato la música en el instante  que Laura, emulando a Salma Hayer iba a comenzar su actuación estelar ...Continuará



Miré hasta distinguir en la penumbra nebulosa  del local la voz que exigía la pulsera. El que gritaba no era otro que  El picador: un minero del pozo el Carmen de la Silva. Un tipo grande, feo y polémico. No era la primera vez que venia por la güisqueria y rara también, no era  la vez que no discutía con alguien por cualquier estupidez. Lo primero que hizo fue agarrar a la meretriz con la que había estado consumando en una de las habitaciones un rato antes, ella, en ese momento, hablaba con un muchacho joven y enamoradizo que desaba sacarla de allí. El tenia todo para conquistarla: menos dinero. Cuando el picador de la Silva llego a su altura; la agarro por el brazo, clavando con una fuerza impropia en el bíceps derecho una de sus manos, la levantó del asiento, en volandas, sin que su acompañante pudiera evitarlo  y, a gritos, mientras le salpicaba con saliva la cara, le  increpo y la  zarandeó fuera de si,  poseído. La prostituta, cuya fisonomía era de extrema  delgadez ,se defendió a gritos y araño su  cara con la manicura reciente. Este, nublado por la afrenta, fuera de si, cargado de cólera; abrió una mano y abofeteo  reiteradamente con la palma  abierta y el dorso ambos mofletes. En ese momento, el joven que la acompañaba, se abalanzó sobre él. He de decir, que le echo valor, aunque su fisonomía enclenque junto a su escasa  estatura no pronosticaban un desenlace favorable. Aún así,  no fue un impedimento para enfrentarse al gigante de la Silva, al verlo aproximarse, de un puñetazo; le quito la sombra del bigote y le achato la nariz; la sangre le bajaba por las fosas nasales y el labio superior se asemejaba al carmín. Kunki junto a otros tres clientes  no se quedaron impasibles  y se lanzaron  sobre él, intentaron separarlo, pero el picador de La Silva, semejante a un Sansón dopado, se zafo de los cuatro en menos de treinta segundos, a uno lo lanzo contra una mesa, otro corrió peor suerte ya que de un empujón; lo empotro contra la pared  dejandole   inconsciente, el tercero al agarrarlo por la camisa lo estiro hacia  atrás,  intentaba darle puñetazos pero estos, se estrellaban en la densidad cargada de humo y sudor del local, cunado se canso de jugar con él, lo golpeó en reiteradas ocasiones hasta que se desplomó en el suelo pringoso. La prostituta en ese intervalo de tiempo y confusión; telefoneo a su chulo y Kunki hombre gallardo y valiente pero de escasa pegada, le lanzo un de rechazo que impacto como una suave caricia en su nariz;fue entonces cuando una sombra, justo en el instante que ya tenia el brazo armado para embestir a Kunki, le rompió en la cabeza una botella de gaseosa  de patato, un distribuidor de bebidas carbonadas de San Miguel. Mientras sucedía eso, en los arcos un grupo estaba enzarzado en otro altercado, eran dos amigos del picador que increpaban al resto de las meretrices, ellas, histéricas gritaban sin parar pidiendo que detuviesen la pelea. Yo, observaba todo a una distancia prudente detrás del mostrador, encendí un pitillo, y espere paciente. Estaba acostumbrado a las peleas, no era algo nuevo, esas cosas sucedían de vez en cuando. No temía por el mobiliario del local; Carlos el de la rábica un vendedor de seguros  me había hecho un seguro  a todo riesgo cuando abrí. En ese momento, alguien abrió la puerta; cruzo el umbral y, entonces, si que supe que se iba armar una muy gorda esa noche. Toqué con un pie la alarma que estaba conectada al puesto de la guardia civil, miré el reloj de la pared y me dije, -espero que el cabo San Mame no tarde en presentarse aquí-. Continuará

El tipo que acababa de entrar en el local era el chulo de las prostitutas que trabajaban en el Juver, levanto un poco la mandíbula para saludarme a la vez que apartaba, para abrirse paso, varias sillas y mesas repletas de ceniceros y vasos con hielo a punto de diluirse. Le llamaban Duglas debido su afición a mascar chicles,  su semblante petro intimidaba hasta las  fotografías sonrientes del calendario Pirelli, decían de él, que sólo sonreía cuando leía en la prensa, las esquelas diarias. Aparentemente era un hombre anodino,algo espigado, de pelo graso triguero, imberbe y de ojos estrábicos  pequeños y hepáticos. Aun así, nadie osaba contradecirle. Solventaba la situaciones mas incomodas con lo que guardaba a la altura del hígado. Nadie sabia exactamente de dónde era su procedencia, se rumoreaba que había llegado al puerto de Vigo de polizón; huyendo de Buenos Aires donde asesinó a un hombre que hablaba demasiado, otros decían que era del norte de Portugal y había sido traficante de toallas hasta que los chinos hundieron el negocio. Kunki la fuente de información que mas confianza me daba; me dijo que allá por el sur, en la Linea de la Concepción pasaba tabaco de contrabando a los bares de Cádiz  había desaparecido después de una reyerta por una hembra gitana a la que el viento caliente del Levante le subió la temperatura de la sangre  se encapricho de su mirada incierta en la Venta de Vargas y el gitano  que cantaba por Bulerias saltó del tablao se fue a por él con una navaja, Duglas que lo vio llegar sacó la suya; de cachas blancas y filo largo, le rajó la cara y le pinchó en los riñones. En fin que su misterioso pasado era una incógnita sólo sé que conducía peligrosamente por las carreteras de la vida sin  carnet de conducir . Volviendo a la reyerta, el chulo se planto delante del picador de la Silva, yo encendí las luces y los otros detuvieron la pelea en ese instante, al darse cuenta que Duglas miraba al hombre que permanecía en el suelo inconsciente después del golpe con la botella de gaseosa. Le preguntó a la mujer que había ocurrido y ella le relato todo según  fue, los amigos del picador no se atrevieron a decir ni una sola palabra. El Juver estaba en silencio mientras la mujer asustada le contaba a su chulo lo acontecido minutos antes de que el llegara. Entonces Duglas dirigiendo la mirada a los amigos del picador  dijo lo siguiente: -Yo tengo unas reglas, un código que no me salto y quien trabaja conmigo lo conoce, vosotros -continuó- sois la clientela a la que me debo y jamas, - ahí elevo algo el tono de voz-  repito jamas, ninguna de las chicas que trabajan para mi, osaría robar a quien de alguna manera le da de comer, así que; cojed ahora mismo a este saco de carbón y sacadlo de aquí inmediatamente. Uno de los amigos quizás deshinibido  por la ingesta de alcohol y  farlopa le respondió  tímido: -pero le falta la pulsera de oro. Duglas lo miró serio , aparto al resto de la gente que le dificultaba el paso hasta llegar a su altura, le puso una mano en el hombro y rápidamente sacó de la gabardina un colt cuarenta y cinco  que acotaba el diálogo y lo encañono  a la altura de la frente con el. Este, asustado levanto las manos como si se rindiese. Duglas después  le ordeno que sacasen a su amigo del local y así hicieron sin rechistar mas. Cuando salían por la puerta les dijo que la pulsera  aparecería  y que al día siguiente iría personalmente  a devolvérsela y a cobrar los daños y perjuicios por los golpes que le había propinado a su chica.  Yo, inquieto, observaba el reloj y me decía -ojala que no se presente el cabo san mame-. Los hombres magullados poco a poco se fueron recuperando y el chulo pregunto a todos los clientes si escondían la pulsera. Me pidió que cerrase la puerta de salida, quería registrar a todos los clientes en una habitación. Eso le llevo unos veinte minutos, trascurrido ese tiempo en vista de que ninguno de los presentes la llevaba encima los dejo marcharse. kunki en ese intervalo de tiempo me  dijo entre murmullos  que desconfiaba de florero porque de repente había desaparecido en mitad de la trifulca, en ese momento se presento el cabo San Mame junto a un numero de la guardia civil, excuso su tardanza porque otro asunto les entretuvo, pregunto por los echos acaecidos,  yo lo persuadí  diciendo  que todo se había aclarado, el guardia civil que acompañaba al cabo San Mame miraba el árbol extasiado, la luz del local permanecía encendida y fue el guardia el que dijo cuando estaban a punto de abandonar el local: -Vaya árbol mas chulo de navidad, no le falta detalle, le has puesto hasta una pulsera dorada-. Cuando la pareja de la Benemerita se fue, Duglas cogió  la pulsera y la guardo en el bolsillo. Todos sabíamos de sobra lo que haría con ella al día siguiente. ¿Cómo apareció  ahí la pulsera? se preguntaba Kunki y todas las sospechas conducían a florero, me  contaba después de que el chulo se fuese, decía que del miedo, debió de arrojarla contra el árbol. Puede ser -le respondí-, recuerda que estuvieron bailando cerca del árbol, tal vez se le soltase y termino en una rama de casualidad y como a veces las cosas que se buscan están a la vista, por pura lógica pueden pasar desapercibidas. El negaba con la cabeza y arrugaba la nariz helénica sin dar credibilidad a mi teoría. 

El local estaba comenzando a vaciarse, un señor sexagenario que no conocíamos,  al marcharse lo agarro por el brazo  y le dijo: -menos mal que su amigo calvito y chaparrete agarró la botella de gaseosa y se la estampo al otro- ¿eh?-  Kunki en ese instante, notó cómo le enrojecía la piel del rostro, dio un ultimo trago al vino barato y, avergonzado, salió a la calle sin mirarme a la cara al despedirse, diluyéndose calle abajo, en la oscuridad fría de la noche mientras sonaba el tañido de las campanas de la iglesia que anunciaba una nueva jornada en la orden del Cister.

sábado, 17 de junio de 2017

Mi ley, la fuerza de

El miércoles  di un paseo por la playa que está pegando  al  antiguo puerto de pescadores del Molinar, en  Mallorca. El sol, a esa hora de la mañana, comenzaba a ser agobiante en el útero del Almirante de los vientos: El Levente. Delante de mí, caminaba una niña, seguro que imaginando mundos – me dije-. Calculé que rondaría  tres años de edad. Le protegía de cerca,  la sombra de su abuelo. Fue entonces, cuando divisé a una milla de la costa de Palma, el barco de Greenpeace, a la vez que un avión descendía, otros dos esperaban en el cielo. En la misma postal, dentro del puerto, en la dársena de poniente, dos cruceros ocupaban el muelle. Sin querer, desempolvé  algunos papeles arrinconados en la memoria. Los  lienzos pintados con la inventiva,  el fruto de viejas lecturas  que, en ese preciso instante se transformaron  en algo real. También pensé en Marce Palau, un navegante que desconfiaba mucho de esos  colosos. Ahora, reposa en el sitio que siempre deseó; cerca de  Benicarló, el pueblo de su infancia, envuelto en el sudario azul del Mediterráneo.

Recordé lo que nos contó una noche de febrero en Vigo,  a bordo de una goleta en el amarre del puerto. Habían llegado esa tarde, tomaron un descanso tras varios días de navegación agitada desde no sé qué puerto Danés. Al día siguiente, junto a la tripulación y ante un atlántico en calma, continuaron con la navegación rumbo  al  puerto de Vinaroz. Lamentaré toda mi vida no haber podido enrolarme el primer día, pero  guardaré eternamente esa visita. Yo, que nací en el interior de la Península Ibérica, no tardé en saber que un vecino mío, había sido un gran navegante, su nombre: Álvaro de Mendaña, su esposa: Isabel Barreto, fue la primera mujer que obtuvo el grado de General o Almirante de la corona  Española, juntos  partiendo del Callao, viajaron por segunda vez a unas  islas del Pacifico sur. Él, en una expedición anterior, las había descubierto. Tal vez, de tanto ver el ancla que hay en el ayuntamiento en honor a tan ilustre vecino, contagió  mi atracción   marinera. Por eso,  cuando aquella noche  Marce Palau, nos relató varias aventuras marineras en un salón  de la goleta,  escuchamos embobados.  Casi al final de esa velada Señaló con nostalgia  -hoy cualquiera es marinero por obtener  un título, ahora  navegar parece fácil-. Entre tragos, y pausas en las que yo creía escuchar al Nautilius  dijo: -Desde que el hombre es hombre, siempre navegó con la fuerza del viento, la fortuna y el valor. Egipcios, Griegos y por encima: Los Fenicios,  con unos rudimentarios y efectivos instrumentos arribaron en  Bahías, radas y costas del mar mediterráneo igual que en otras latitudes, en las cuales, tampoco existía  más g.p.s. que el sol, constelaciones de  estrellas, remos, la astucia y el ansia por colonizar. -Somos- tras una pausa continuó- -Los descendientes  de aquellos  intrépidos hombres, tanto; Polinesios, Vikingos (Normandos) y Portugueses, entre otros, los que mezclaron los rasgos genéticos  de nuestros antepasados hasta  hoy... -Los marineros, -siguió-, antiguamente,  al encontrarse  en las tabernas de los puertos, reconocían a los que habían atravesado a vela los cabos australes-… Antes de irnos a los camarotes, -dijo-  -siempre fue así- y concluyó la velada con la ultima frase  -hasta la revolución industrial que cambió todo-. Él, que los últimos años de su vida los pasó  entre  Ibiza y Formentera, le daba una risa cervecera  al cruzarse con algún marinero de yate y aros en las orejas.

Pensaba, al llegar a la playa en él y en  lo rápido que va todo. Ahora, miles de pseudoviajeros pasan unas pocas horas en las ciudades que visitan, descienden de  parques temáticos flotantes  sin el más mínimo interés, desconocen  quién fue, por poner un  ejemplo,  el fraile del monumento que fotografían en el paseo de Sagrera aquí, en Palma, en Barbados o en San Sebastián de la Gomera. La necesidad por mostrar la foto al instante   a los amigos virtuales: es la prioridad. A veces deseamos que pase el tiempo sin saber  para qué, creemos   que las reglas del juego las inventamos nosotros, olvidamos  que  hay regueras con el nombre Rio bravo  como en mi pueblo esperando a que Zeus amontone nubes, y  es entonces, cuando el caos nos pondrá la cara de emoticono incrédulo. Acabaremos  remolcando un iceberg. Y  en esos momentos supinos es cuando me digo, ojalá  a Poseidón le dé por tener un ataque de tos un día de estos y le clave el tridente en la proa  por debajo de la línea de flotación a uno de esos edificios  que navegan arrogantes por ahí. Y espero, que Éolo; entregue la bolsa a los niños, los músicos y la bibliotecaria, si es qué hay una a bordo. Aunque, estoy seguro que  el capitán intentaría abrirla, y no tengo ninguna duda, de que alguien, inmortalizaría el momento creyendo  que forma parte del espectáculo, y es, en ese  instante, cuando me dan ganas de retroceder a mi época quinqui; comprar una flauta en la farmacia, telefonear a telejaco ¿cuánto quieres?  Y meterme en la cama igual que Ramón Sampedro. Aunque después, entre otras cosas, me quita las ganas  esa niña medio Valona que de vez en cuando miraba si seguía ahí, desconocía   lo que pensaba  su abuelo. Ella, ausente,  construía una  torre que esconde  secretos con un cubo rosa que antes  olvidé mencionar.

Su madre, mi hija: es una de tantas  guerreras o guerreros del arco iris diseminados  entre  faros, atalayas  o baluartes,  aguantando  el peso del mundo; son y serán, el  refugio de  los viejos barcos cuando regresen cansados en busca de los puertos que dan abrigo y esperanza humana. Evitando así,  que un temporal de fuerza diez, rompa sus mástiles, rasgue las velas, y  los  deje  varados  en una playa desierta, mostrando la corrosión de las cuadernas con restos  de salitre, a un hipotético  crucero holandés  repleto de esperpénticos turistas   disparando fotos, ignorando que ellos,  son fantasmas sin moneda de Caronte aunque vayan en barco. 


jueves, 20 de abril de 2017

La güisqueria Juver

—Qué tarde es—pensaba—mientras limpiaba los vasos. A esas horas de la madrugada en el interior del local a penas tres clientes ocupaban alguno de los taburetes de polipiel cuya adquisición se la había truequeado seis meses antes al nieto de un gitano austriaco que había combatido con Hitler en la 1° guerra mundial y que ahora trabajaba de peón en la construcción en la provincia de Lugo. En una de  tantas noches de viajeros de paso, se dejó caer por aquí, buscaba  aliviar el vomito de su escroto entre las paredes del baño húmedo de la herida abierta de alguna  meretriz  sin menopausia adicta al jaco. Un asiático risueño y hablador  jugaba a la máquina tragaperras, lo mismo podía ser Chino, agente doble de Corea del Norte o traficante de armas Yanqui. Las chicas se habían retirado a dormir. Era lunes de bostezos y fin de mes, no tenía demasiadas expectativas por si algún cliente se dejaba caer esa noche sin luna. Dos horas antes: en el almacén, hablé con "El Legia". Le expliqué la estrategia para que estuviese atento cuando  "florero" se fuera.
Kunki que así le llamaban también, tenía otro nombre, pero de no usarlo se había olvidado de el y recurría a sus documentos  para recordarlo. Una noche la Guardia Civil se presentó por sorpresa en la güisqueria, le preguntaron  su nombre y el muy imbécil saco el DNI de la cartera, y por inercia se pasó con algo de  nostálgia los perfiles plastificados entre lengua en busca de el sabor amargo que dejan los restos de la Fariña. El agente se percató de la escena y lo registró a conciencia, descubriendo en el fondo del bolsillo pequeño de su vaquero de mercadillo: una piedra diminuta  de hachís. Los Guardia civiles se felicitaron, suspendiendo de inmediato la redada con el botín incautado al paraca, junto a un sobre de espidifren abierto requisado a una prostituta Nigeriana de dieciocho  años que llevaba en el bolso para combatir el dolor de las llagas bucales provocadas por la  succión continuada de prepucios con falta de higiene. Total que éste fue esposado allí mismo, humillado delante de todo el personal y mientras le afeaban la conducta, fue conducido por un séquito de ocho agentes bajo el mando del Cabo San Mamés a un vehículo policial dónde pasó la noche.

Continuará...
Volviendo a Kunki, he de decir en favor suyo, que nunca tuvo demasiada fortuna. De joven, se rompió una pierna al tirarse desde una altura de tres metros en una escaramuza contra un grupo de soldados marroquíes, cuando cumplía el servicio militar; allá abajo, por Ceuta: en el tercio de la legión Duque de Alba 2° dónde sirvió con rectitud durante un año, aunque se licenció sin honor, debido al incidente con el soldados marroquíes en el que fue acusado por los mandos del Ejército español, y condenado a la pena de sesenta días de arresto  porque no advirtió como acabo de relatar; desde la garita en la que hacía la guardia, de dar aviso al cabo 1° de las sombras que se movían en la oscuridad, las dunas y la noche estrellada. Él  reconoció, en una de las tantas madrugadas que me acompañaba en el Juver, tras haberse bebido un par de litros de "achampanado" que no era más que vino blanco de batalla; mezclado con gaseosa y que, provocaban que su lengua hablará más de la cuenta. «Pues si, Iván» —me contaba— «estaba aliviando mi calor en la garita» «como estaba Esteisy» tras una pausa espontánea, rememoraba a  la gachi de la contraportada del As: «una rubia neumática con más curvas que la carretera del campo de las danzas» —decía—medio riéndose, al tiempo que un halo de tristeza recorría sus ojos de pestañas en flor y cejas melancólicas. Yo, para evitar que se emocionase más, le ponía: "el novio de la muerte" y él, se cuadraba; simulando con ese acto íntimo que le  devolvía la honra perdida aquella lejana noche de su juventud en África. A Kunki la desgracia siempre le acompañaba, hasta el Ayuntamiento le cobraba el impuesto de circulación, porque al caminar ocupaba demasiada calle. El arqueo de su pierna izquierda parecía tener vida propia, e iba por libre. El alcalde, en un pleno extraordinario celebrado a traición el día de las fiestas patronales, decidió por unanimidad cobrarle una tasa por ocupar demasiado espacio en la vía pública. En fin, dejando a un lado la vida de Kunki que da para mucho, me voy a ceñir a los hechos de esa noche. Cómo dije anteriormente, habíamos quedado en hacerle una emboscada a: "florero". Este tipejo, llevaba chuleándome el café varios  días seguidos. Y lo peor es qué; a las cinco de la tarde, hora en la que habría la güisqueria ya se presentaba y no se iba hasta que el perfume barato de la última ramera no se disipaba del local. Se sentaba como de costumbre, en el mismo taburete; pedía un café con leche, y allí, permanecía sin moverse todo el tiempo. Leía y releía la prensa escrita, a veces, cerraba los ojos y sesteaba un poco, desafiando las leyes de la física, con unas posturas imposibles de mantener para cualquier mortal. Más tarde, después de echar definitivamente el cierre de la güisqueria, me enteré por Alexandra la contorsionista; que ese cabrón era un racista: sólo le interesaban  las prostitutas negras. Y que dentro de su pequeño cuerpo pasado de peso, calvicie declarada y  piel blanca de enfermo terminal, escondía una filia sexual rara. Según me contó Alexandra; se gastaba la mitad de su pensión en la adquisición de fotografías de las rameras africanas obrando en el baño.

Continuará...

Y así fue como Kunki, desde el sur de la barra, apostado, haciendo una imaginaria, lo agarró en la puerta, justo antes que la sombra de la calle nocturna camuflase su reciente hurto. Yo, fingiendo que no me enteraba, había echado una mirada por las habitaciones del pecado, para ver si las trabajadoras carnales dormían. Toque suavemente la puerta de Romina, y ella, con voz de cantautora fracasada en la linea 8 del metro de Dublín, me invitó a pasar. Abrí un poco la puerta y, desde el umbral, sin llegar a entrar del todo, observé su cuerpo aún mojado por la reciente ducha. Acababa de desprenderse; del olor a sudor, alcohol y semen de hombres que habían alquilado su cariño un rato. Como el minero que sale negro de la mina, así se desprendía ella de la mugre emocional que impregnaba su cuerpo. Dejó la toalla de espaldas a mi, en una silla, sin importarle que yo escrutase con ojos de deseo los pliegues de su piel de nieve, salpicada de lunares que formaban constelaciones estelares por toda la espalda, su trasero era semejante a un corazón invertido, terso como el de una atleta del telón de acero. El cabello oscurecido por la ducha le llegaba por  debajo de la nuca. Al darse la vuelta, vi sus mejillas d sarampión plagada de puntos  marrones  diseminados entre la frente, nariz y pómulos. Los ojos de mar invernal  me miraban cansados, mientras yo, recorría la brevedad de sus pechos rosados y  el bancal de su vientre que terminaba en un  bosque de fuego. De repente, oí las voces que daba Kunki y eché a correr hacía la güisqueria, pensando en sus piernas, similares a las columnas de la bandera de España. Y allí estaban los dos, forcejeando. Kunki  tenía agarrado por un brazo a florero, que intentaba zafarse de él sin fortuna. Al llegar donde ellos lo soltó, y como un cancerbero, se colocó delante de la salida, impidiendo así, que el otro saliese a la calle. Florero; nervioso, despeinado y con la camisa por fuera debido a la disputa, negaba mis acusaciones alegando que siempre dejaba el montante del café al ser servido. Después de una larga discusión le invite a no volver más por la güisqueria. Cuando se fue, Kunki tomó un achampanado para templar el pulso. Mientras acababa de recoger no dejaba de pensar en Romina. Él, se largo al ver que mi mente estaba en otro sitio.  Regresé a su habitación, pero esta, ya estaba dormida, o se lo hacia. Maldije lo idiota que fui. Había tenido mi oportunidad y la había dejado escapar, por una deuda irrisoria, media hora antes, y ahora, la pensión naranja de su monte de venus con sábanas limpias y besos sin retribución económica, acababa de cerrar las puertas esa noche o quizás el resto de las noches que le quedaban en el Juver.

lunes, 13 de marzo de 2017

Olivia en Gambia

Una mañana, después de pasear con su perrita Ada por el bosque; de regreso a casa mientras caminaban con cuidado para no pisar a los caracoles que siempre van con la casa a cuestas ; Olivia le preguntó a su mamá:
—¿Por qué me llamo Olivia?
La mamá le respondió:
—Verás: cuando tú papá y yo nos conocimos, hicimos un largo viaje por África; allí conocimos a una mujer con la piel oscura como el muñeco que te regaló Brigitte.
—¿Sabes cuál es el que te digo? El que se parece a la prima de Esperanza: Abril
Olivia estuvo pensando un rato...hasta que le respondió:
—¡Ah! Ya sé, ¿la que tiene la piel como
cuando cierro los ojos?
—si— respondió María, la mamá de Olivia que  no paraba de reírse; mostrando las muelas blancas y sanas porque se cepillaba los dientes todos los días. La respuesta de su hija le había hecho mucha gracia.
Cuando paró de reírse le contó porque se llamaba Olivia:
—Como te iba diciendo, tu papá y yo fuimos a África y allí conocimos a una señora que hacía magia con las manos y curaba a los niños pequeños cuando estaban malitos.
—¿Y dónde aprendió ha hacer magia?
Preguntó impaciente Olivia.
—La aprendió en el colegio estudiando
y leyendo libros.
De nuevo Olivia se quedó pensando...
—¡Yo también quiero aprender a hacer magia mamá! Quiero curar a los animalitos del bosque.
Exclamó con energía
II


Por la noche, después de meterse en la cama, y antes de quedarse dormida, estuvo pensando un rato en lo que le había dicho su mamá. Sin prestar demasiada atención al cuento que le leía su papá. Recordó lo que debía de hacer si su deseo era ir al bosque a curar animalitos. Casi sin darse cuenta se le iban cerrando los ojos, como cuando siendo un bebé de meses, se quedaba dormida en los brazos de mamá, con la cabecita echada hacia atrás; la boca abierta y la diminuta barbilla con restos de leche. 
Poco a poco se fue quedando  profundamente dormida, su mamá y su papá después de darle un cálido beso de buenas noches, la taparon con la manta para que no tuviese frio por la noche, dejaron la persiana un poco levantada; de esta forma la luna con su brillante luz iluminaria  suavemente la habitación. 
--Olivia, Olivia despierta que nos tenemos que ir ¡vamos! ¡no te hagas remolona! que el barco sale en menos de una hora.
Quien había estado intentando sacarla de la cama, era su hermana Esperanza que, vestida ya con la ropa de viaje, insistía para que se levantase urgentemente. 
--Está bien, ya voy-- respondió, mientras trataba de incorporarse, a la vez que estiraba los brazos. Después de un largo bostezo; se levantó, se rascó el culo con desgana, y fue al baño sin hacer ruido para no despertar a sus papas. Esperanza había preparado un desayuno fantástico para las dos. Lo tomaron en silencio para no levantar sospechas. Ada se movía impaciente por el salón con la correa puesta.
--¿Tienes todo preparado?-- preguntó Esperanza. --¿Seguro? mi a ver si te vas a olvidar de algo cómo cuando fuimos a la India y te habías dejado aquí una parte de las medicinas.
Esperanza y Olivia en realidad eran dos componentes del grupo secreto "mueca sonriente" un selecto equipo formado por varios niños de Ibiza que los sábados, cuando los adultos dormían, se dedicaban a recorrer en un barco supersónico diferentes lugares de la tierra donde necesitaban de su ayuda. Esperanza era dentista y traductora, Olivia doctora y veterinaria, cada componente del equipo estaba por lo menos especializado en dos cosas diferentes. Ada la perra, era una experta rastreadora de personas perdidas y sabia dónde podía haber bombas escondidas. Esperanza comprobó el  g.p.s  del teléfono móvil para ver de cuanto tiempo disponían antes de que el Capitán del barco y jefe del grupo, Marsel, pasara a recogerlas en la furgoneta camuflada. Cuatro minutos después el sonido del teléfono de Esperanza comenzó a emitir un pitido. Lo sacó del bolsillo, lo miró y dijo: --Vamos Olivia es la hora.

continuara



relato finalista en Mallorca

A  Natalia:

Hola amor, ¿qué tal estás? Espero que bien. Te escribo esta carta porque los cinco minutos que nos dan a cada soldado los viernes para hablar por el teléfono vía satélite de la base,  no me llegan para decirte lo mucho que te echo de menos,  prefiero expresarme por este medio, así nadie me ve llorar cuando finaliza la llamada y evito que el resto de soldados que están en la cola noten mis ojos vidriosos. Sé que es algo  que nos pasa a la mayoría cuando llamamos a casa, tal vez el hecho de estar aquí, en medio de éste  paraje desolado, hace que  sintamos  mayor fragilidad emocional.  En este árido lugar, los días se hacen muy largos; un minuto parece una hora, una hora un día y un día equivale al mes que llevo sin verte. No pensé que resultaría tan duro estar  lejos de ti, cuando tomé la decisión no pensé mucho en las consecuencias. Lo sé, me cegó el dinero que ofrecían por venir y, ahora no sabes lo arrepentido que estoy. Mira que me lo advertiste –no vayas -haz el servicio militar donde te ha tocado-por lo menos nos veremos cada quince días- el dinero que percibas no hará que nos veamos-decías-  ¡Qué razón tienes amor! Ahora mismo daría todo el sueldo de los cinco meses que me faltan para regresar a casa por estar un día contigo. En fin, de nada sirve lamentarse. Sólo puedo alegar en mi defensa que pequé de ingenuo, los oficiales cuando nos reunieron a todos los soldados del cuartel en el salón de actos para captar voluntarios, hablaban de una experiencia diferente a la vida anodina y obligatoria que pasaríamos aquí. Contaban lo maravilloso que sería sentirse útil  a nuestro país en una guerra que ni siquiera era nuestra. Todas esas cosas absurdas nos las explicaron diciendo que nosotros solamente estaríamos para dar apoyo logístico, nuestra misión simplemente consistiría  en ser cooperantes, meros observadores, y eso es lo más lamentable, ver a los que no tienen nada y quedarnos indiferentes, es lo que peor llevo cuando pasan frente a mí; niños desnutridos, ancianos que apenas se tienen en pie, mujeres y hombres famélicos, caminando errantes hacia el convoy de las oenegés, en busca de una mísera ración de comida. Arrastrando los pies  entre el polvo de caminos empedrados que no llevan a ninguna parte. Sus caras sucias, los ojos hambrientos, vacíos, con  la ropa hecha jirones y restos de sangre seca. Personas sin esperanza, desplazados, sin casa, sin nada, salvo algún recuerdo de un pasado mejor. Gente afinada durmiendo  en tiendas de campaña, teniendo que soportar el hiriente frio de la noche, solo hay miradas asustadas. La historia sorda de los que la padecen frente a la historia heroica de los vencedores que será contada en los libros del futuro. Del otro lado de la alambrada estamos nosotros, contemplando casi impasibles la escena diaria que se repite. Es cierto todo lo que tratabas de explicarme del dinero, ahora lo entiendo, su valor es relativo, aquí no sirve para casi nada, tiene más valor una libra de chocolate o un bocadillo que un montón de dinero; hay quien dice, aunque es un rumor, que al caer la noche, alguna mujer se ha colado por la alambrada que delimita nuestra base y ha vendido su cuerpo por un litro de leche o un plato extra de comida de la que nos sobra. La guerra no tiene nada de romántica como nos hacían creer los oficiales que vinieron a captarnos. Pero amor: tienes que entender que no tenía opciones, o venia aquí ganando una importante suma de dinero, o me quedaba hasta cumplir el año de rigor haciendo el servicio militar obligatorio, sin apenas retribución económica y sin que sacase algo de provecho que me sirviese al retomar mi vida como civil. Siento haber tomado esta decisión pero ahora ya está. Si quieres puedes escribirme, en el remite va la dirección donde puedes enviarme las cartas. Una vez cada quince días viene un avión con provisiones, de paso trae el correo y algún paquete con revistas. Bueno, sólo me queda decirte lo que ya sabes: te extraño, en mi taquilla tengo una fotografía tuya, en la cartera llevo la misma pero más pequeña. Son las que te pedí  que te hicieses en el fotomatón  aquella madrugada de abril en la que regresábamos juntos a la urbanización donde  vivíamos, fue el segundo Sábado que estaba contigo. ¿Te acuerdas? Sales con el pelo alborotado: la fina lluvia nos había empapado de camino a casa, me habías dicho –espera que me arregle- te  revolviste el cabello con las manos, medio riéndote y con el dedo índice sugerente  en la boca, imitabas de forma burlona a las modelos de las revistas eróticas así de esa forma te veo yo ahora. Recuerdo con nostalgia tu escandalosa risa en la calle desierta casi al amanecer, nos abrazamos y continuamos caminando sin importarnos la lluvia hasta nuestras diferentes  casas de las afueras, en el trayecto escuchamos el ladrido de un perro, un gallo anuncio la inminente luz del alba, de repente dejo de llover y los primeros claros del día como en una fiesta, iluminaron de naranja y malva  la mañana, las nubes se disiparon en el cielo, pasando éste, por la influencia del viento de gris a azul con rapidez, haciendo que el tejado de pizarra de las casas brillara por el efecto de la reciente lluvia, la cúspide altiva de la catedral  con su  imponente rosetón esperaba paciente a que los rayos del sol se filtrasen brevemente por la nave central.  Y tú y yo, abrazados, viendo aquella maravilla, jurándonos amor eterno sin  necesidad de decir nada. Apenas han pasado dos años desde entonces. ¿Sabes qué hago alguna vez? Aprovecho  la oscuridad de las guardias nocturnas para cerrar brevemente los ojos, entonces creo que estoy contigo y mis manos recorren lentamente las avenidas de tu cuerpo de nuevo. ¡En fin!  guardo  tantos momentos hermosos a tu lado que prefiero no recordarlos ahora porque me pongo triste, aunque es cierto que si no supiese que a mi regreso me estarás esperando, no sé si sería capaz de superar lo que estoy viendo en esta estúpida guerra sin sentido. Que crueles son algunas personas, he llegado a sentir vergüenza de la falta de humanidad que hay aquí. Bueno, espero paciente tu carta, mientras, trataré de no dejar que me ahogue la melancolía, la distancia y la impotencia de esta tierra devastada. Te quiero Natalia.

Desde una Base itinerante militar de la OTAN en cualquier parte donde surja un conflicto bélico.

Siempre tuyo: Soldado de primera Jaime.

                                                                          

El mestizaje

Tlaloc acumuló en el cielo, una noche del mes de junio de 1520, todas las nubes del mundo para que chocaran entre sí y derramaran su agua, frenando, de esta forma, la huida de los soldados españoles que, cargados con sus armaduras y con el peso del oro saqueado, se frenaran en el barro. Los tambores aztecas tronaban en la oscuridad, presagiando una inminente batalla. Estos, bajo el mando del Capitán Alvarado, dejaron atrás en un templo los cuerpos finados, saqueados entre charcos de sangre de hombres, mujeres y niños pasados a cuchillo sin remordimientos.
El soldado de mirada clara ayudó a escapar a la indígena con la que había yacido durante los últimos tres meses y de la que esperaba un hijo, sin que Alvarado ni Cortes se dieran cuenta de ello. Huyó entre la maleza, protegida por la luna que, desde lo alto, alumbró su camino. Los aliados tlaxcaltecas cargaban con el oro, al igual que los soldados, que llevaban en el jubón todo el que pudieron acopiar. Los caballos, débiles por el esfuerzo y el peso, se hundían en el suelo embarrado. Los tambores sonaban cada vez más cerca. La lluvia, el fango y el peso de la armadura ralentizaba el regreso a Veracruz. La parte del Rey también cargaban.
Pero él estaba tranquilo en España, rodeado del clero, recaudadores de impuestos y nobles a los que había que llevarles su parte. Para ellos, la conquista era algo romántico y fácil. Ya los tenían encima. La emboscada estaba preparada. Unos bajaron por el río en canoas, los otros les dieron alcance por detrás hasta arrinconarlos. Con las mazas, les partían el morral. Las flechas llovían del cielo y, aunque ya estaba amaneciendo, este se tornaba negro de nuevo al desprenderse de los arcos. Los pocos que se mantenían en pie, luchaban con bravura pero de nada servía la forja en Flandes. Las heridas mortales les sesgaban la vida. Gritos de dolor, de rabia y miedo.
El soldado de los ojos claros sabía que no saldría de allí. Tal vez los mismos que le iban a matar eran parientes de ella. Un golpe le dejó sordo. Solo sentía el latir apresurado de su corazón. Una piedra le partió seis dientes. Sangraba en abundancia. Se quitó la armadura para estar mas liviano y se desprendió del pesado jubón. No volvería a aquella tierra baldía e ingrata, llamada España, cubierto de oro. Las lanzas le rodeaban. Se defendió con la espada, hasta que una le atravesó el estómago, otra la cerviz, mandándolo al enfangado suelo. Antes de cerrar los ojos para viajar hacia la eterna noche, susurró casi sin voz, su nombre.

domingo, 12 de marzo de 2017

No cierres los ojos.

Reunidos en la cocina, con ojos elocuentes, observaban sin atreverse a decir nada. El bebé, emitía un llanto de fatiga y desesperación que, al resto de la familia reunida alrededor de la mesa en dónde estaba tumbado, les provoco una inquietante desazón.

 Sucedió a Finales de agosto de 1951 en un pueblo interior de la Galicia miserable de mayorazgos, supersticiones y la Santa compaña. Había Nacido apenas tres días antes; junto a él, su hermano mellizo vio la luz media hora antes. En el árbol genealógico ocupaba el último lugar: el octavo. El médico fue a la casa porque algo iba mal. En él que nació primero no descubrió ningún Problema relevante. En cambio él otro; debido a su falta de peso después de no responder bien al examen al   que fue sometido, la conclusión no podía ser más desalentadora:—no hay nada que hacer— dijo a la madre el doctor cuando  terminó de examinar a ambos. En aquel período de hambre: de primogénitos heredando todo, de curas asesores; con la pena de muerte en vigor, de reuniones prohibidas a más de tres personas, con calabozos o incluso cárcel para quien robaba una gallina; de ricos a caballo paseando por sus tierras fértiles, cuando abundaban los pobres mendigando un trozo de pan duro que llevarse a la boca a la puerta de las iglesias y, los homoxesuales eran  encerrados  en hospitales psiquiátricos de por vida, o los que tenían algo de poder, humillaban a los ignorantes que no sabían leer, ni escribir. En esa época; donde las mujeres limpiaban de rodillas con un cepillo los suelos de las casas que pisaban los señoritos con sus botas llenas de barro, por una bolsa de comida a la semana como sueldo, y los hombres recorrían kilómetros y kilómetros a pie o en bicicleta para ir a trabajar; con frio, calor o lluvia, a cambio de un salario miserable. En ese transcurso de la historia en el que el mundo estaba lamiéndose las heridas que había dejado el final de la segunda guerra mundial, y la vida de los pobres valía lo mismo que vale hoy en día la vida de quien: salta una valla, se esconde en los bajos de un camión, o en el tren de aterrizaje de un avión escapando de la miseria o la guerra; rara era la familia con carencias e ignorante, que no perdía un hijo al nacer, asumiendo la perdida con resignación como si fuese un castigo divino.  
Justo cuando las fuerzas del bebé se apagaban, un cuervo se posó en el alfeizar de la ventana  presagiando el inminente desenlace. Uno de los hijos golpeo el cristal  espantado así al pájaro de mal agüero que salió batiendo las alas y graznando con alboroto. La madre, con una frase entrecortada le pidió a todos los varones incluyendo al padre que abandonaran la cocina, a excepción de las hijas para no sentirse tan sola. Con la voz entrecortada por los sollozos acuosos  que nublaban sus ojos suevos, lo tomó en brazos, acercando su debilitado cuerpecillo  hacia uno de sus pechos. Se secó las lágrimas con el dorso de una mano y susurrándole una melodía que las hijas no llegaron a comprender, lo amamanto con todo el amor del mundo. Calmó su llanto y siguió cantándole en voz baja. Así estuvo varios días, con él cogido en brazos, tarareándole nanas hasta ganar la partida al cuervo enviado desde la región de las tinieblas. Hoy, sigue vivo, gracias al instinto maternal cuando todo estaba perdido.

Esta, no es una historia desfigurada, me la contaron como ocurrió: hace unos quince años, yo trabajaba en la provincia de Lérida. Ese viernes por la mañana, llamé por teléfono a una persona. Tal vez, sin saberlo, estaba buscando mi lugar en el mundo. Como me quedaba más cerca atravesar los Pirineos por el túnel de Viella, que pasarme el fin de semana en la carretera para dormir una noche en mi casa, cerca de Ponferrada; cogí el coche y crucé los Pirineos rumbo a la Francia que ya no era tan: «igualdad, legalidad y fraternidad».
Al acabar de cenar, pasamos a charlar al salón de la casa donde me encontraba: recuerdo aún con nitidez, la mesa, en la que reposaba un cenicero lleno, al lado de una botella de whisky casi vacía, junto a un álbum de fotos antiguas, y en la penumbra, iluminados por la tenue luz de una lámpara, en la noche estrellada que cruzaba por el marco de la ventana buscando el alba de finales de enero, vi el rostro endurecido de mi tía, preparándose para relatarme sin dramas un capitulo que desconocía de mi familia. Ahora puedo darle las gracias a título póstumo a mi difunta Abuela Irene. Sin ella, yo no hubiese podido contar jamás esto. Alguna vez mi padre, cuando sus nietos eran pequeños, les cantaba la misma nana que le cantaba su madre:  non peches os ollos meu amor,mentras os tes abertos, a lua pensa que hai sol. Dice así: no cierres los ojos mi amor, mientras los tienes abiertos, la luna piensa que hay sol. 

De regreso a Lérida, el domingo al atardecer, mientras  conducía evitando inútilmente con la mano, los focos de los coches que venían en sentido contrario y me molestaban, intentaba imaginarme la vida de las casas sumergidas en la pobreza. Pensaba en la buena suerte que había tenido al nacer veinticinco años más tarde. Desde entonces, cuando veo las noticias o camino por la calle, reconozco algo. Ahora se han sustituido los cepillos por fregonas para limpiar los suelos, los caballos por coches de lujo. Aunque los lugares son otros y parece que están lejos, todo sigue siendo parecido; la ropa vieja, la mirada asustada y hambrienta de los niños que no entienden nada, sigue siendo como los ojos que tenía mi tía aquella noche cuando regreso al pasado. Los mismos de la chica adolescente que en 1951 amaba otra chica y solo lo sabía su madre.