Zurdo errante
jueves, 18 de enero de 2018
El alquiler en Baleares
domingo, 3 de diciembre de 2017
Poema de madrugada
oscuro funcionario herido en Lepanto,
ninguneado por todos, murió pobre y olvidado».
Justifica la molestia que le causa en la vista,
domingo, 17 de septiembre de 2017
Lo que le diría a un hijo
miércoles, 23 de agosto de 2017
Capítulo 3
Capitulo final
Javi, que al principio se resistía a hablar, Ahora distraía con sus extravagantes aventuras de paracaidista a los agentes del Instituto armado que no paraban de reírse. Sin saber ellos, que todo formaba parte de una argucia, y él no era más que un señuelo.
Cristian miró la hora y salió al callejón, en ese momento, su compinche entretenía al Cabo Moctezuma y sus subordinados en la otra punta del pueblo. Cinco minutos después: una Citroën C15 quejumbrosa maniobraba con torpeza marcha atrás. Abrió el almacén con premura, necesitaba traspasar el género de la furgoneta con la mayor celeridad posible. Al terminar la descarga, el estraperlista de aguardiente casero le dijo que lo dejaba, tenía miedo, corría el rumor de que la guardia civil estaba al acecho. Le pago, y sin llegar a responder nada, se quedó mirando como se borraban en el callejón, las luces rojas del vehículo de su vista al doblar la esquina. Después, fijó la mirada en la franja oscura del cielo y en las estrellas que tiritaban en lo alto como quien mira un cuadro que no entiende. Sin género clandestino que vender a los clientes que acudían cada noche en su busca: el negocio sería una ruina, no aguantaría. De nuevo estaba frente al ocaso de otro proyecto, otro sueño que terminaba en pesadilla, otra vez; él, su sombra y la derrota haciéndole compañía.
Abrió la puerta del bar; dentro, sonaba: ♪yo procuro olvidarte, siguiendo las rutas del pájaro herido♪… un tema de Bambino cantado por nuevededos con unos lamentos fingidos que impregnaban de amargura, el aroma a letrina, perfume caro y sudor etílico del local; mezclándose todo, con el barullo de la gente y el sonido de las teclas del piano que, el hombre travestido de Doctora, tocaba suavemente con los dos dedos índices de leñador. Esa melodía lastimera, avivó un recuerdo que permanecía dormido en el fango de su memoria. Molesto al revolver el pasado y ante un futuro difícil, se fue a sentar al fondo, al lado de una muchacha francesa algo botera y teñida de rubia que llevaba dos semanas acudiendo cada noche a verle. Ella, cuando no tenía mucho jaleo en la barra, le invitaba a su mesa y con sus pupilas equinas, buscaba con curiosidad en el silencioso dialecto de la mímica de su rostro una señal que le contase algo de su vida anterior, exploraba en las líneas horizontales de su frente, sin hablar, una pista, e intentaba comprender el jeroglífico de un pasado misterioso del que sólo, gracias a Javi, sabía algo. Desconocía a que se debían las lágrimas que le resbalaban por las mejillas pálidas, veladas en la neblina añil del tabaco y que le había visto derramar la noche que llegó por primera vez, sucediéndose repetidamente cada madrugada. Deseaba saber que sentía, como haría por inercia, alguien que se encuentra en las páginas de un libro de segunda mano; una marca y la mancha antigua de una huella e intenta seguir inútilmente, el rastro de la vida de quién antes leyó ese libro, intentando dar sin lógica alguna con el paradero de la persona que una vez, subrayó a lápiz una frase hermosa en el mismo libro que ahora le pertenece. Saber por curiosidad humana, si al final, el ser que escucho esa frase, fue feliz. Esa incógnita aumentaba su deseo, y esa noche, al sentarse junto a ella y notarlo más preocupado, le susurró al oído por primera vez: «te quiego» con su francés refinado le murmuró también: que anhelaba ser algo más qué su mejor amiga. Cristian, abstraído, no volvió su cara hacía ella, desoyendo sus palabras. Quizá estaba en otra parte, en una época transitada anteriormente y distante en el tiempo: »puede que hubiese regresado con la imaginación al antiguo invierno en Lisboa que pasó con su mujer, a la ciudad envuelta en la bruma de principios de febrero que subía del rio Tajo envolviendo las calles solitarias y húmedas. Al frio cuarto de baño del piso que compartieron, donde se la encontró una noche al regresar tarde a casa, sin las zapatillas puestas y los pies apoyados sobre las baldosas grises del suelo: ausente, con el contorno de los ojos hinchados y la mirada apagada, con la bata de lana medio abierta, ignorando el hilo de sangre cristalizada que le descendía desde su vello púbico hasta la cara interna de sus muslos desnudos, reflejados estos, junto a su cara, en el espejo anclado a la pared de azulejos blancos y, en cuyo cristal se observaba extrañada como se observaría a un mendigo con un traje pidiendo limosna. Puede ser qué Cristian sé estuviese acordando de aquella escena cruel, cuando se acercó a la taza del baño para orinar, y ver, al apartar el pantalón del pijama de ella con un pie, en el fondo blanco de la taza, una masa viscosa mezclada con papel de celulosa que a él le extraño encontrarse allí pero se calló para no delatar el exceso de alcohol en su cuerpo. Igual pensó, —aunque la rubia francesa seguía a su lado hurgando en la costra de sus heridas—, en el sonido violento de aquella noche al pulsar el tirador de la cisterna, y en el ruido del agua arrastrando todo, de su torpe indiferencia y la falta de tacto al pasar junto a ella, evitando al no besarla, que descubriera el sabor a ginebra de sus labios. Y su cabeza, embotada de vapores etílicos no fue capaz de intuir en ese momento porqué esa masa densa estaba ahí. Quizás recordó también la nota con los reproches, las explicaciones y la causa principal de su marcha dos años más tarde, en otra ciudad, cuando le reveló un viejo secreto que él comprendió tras leer la nota. Por eso, la melodía que sonaba en ese instante, se asemejaba a una fea cicatriz en el estómago. Tal vez ese era el motivo por el que estaba lejos de ese lugar putrefacto e inmundo, y el porqué de sus lágrimas que la muchachada no comprendía. Tras un largo silencio, se echó las manos al rostro y estuvo tapado con ellas por un espacio de tiempo indefinido. Sin prestar atención a la voz de helio de nuevededos que, con la dignidad de un toxicómano imitaba la canción que le dio éxito mundial a su compatriota: Franco Battiato: ♪ yo quiero verte danzar como los zíngaros del desierto con candelabros encima...o como los san migueleños en día de fiesta ♪…De repente, una idea fugaz cruzo por su mente, salió a la calle sin importarle demasiado el esperpéntico dúo musical, los clientes encendidos y la francesa afectada de melancolía. Llamó a Javi por teléfono mientras caminaba, y, lo nombró apoderado del negocio. Antes de que el sol devorase la madrugada, llegó a su casa jadeando debido a la caminata que hizo corriendo. Después, se sentó en una silla frente a la pantalla del ordenador durante varios días seguidos en los que apenas comió. Su corazón crujía lentamente los recuerdos a la vez que su espíritu emprendedor, fermentaba con paciencia, la fórmula con la que intentaría descifrar: los códigos secretos con los que iba a sabotear los partidos del Canal Plus. Y mientras sucedía todo eso, estancó su pasado en la parte menos transitada de su alma, donde también estaba Guille.
Capítulo 2
Capitulo II
Javi era un carrilano que llegó una mañana de mayo a San Miguel. Se apeó del tren justo antes de que el interventor lo denunciase a la autoridad porque viajaba sin billete. Le gusto el pueblo y echó raíces aquí. Ayudaba a Crisitian en el bar los viernes, sábados o cuando se lo pedía. Entre semana fabricaba ataúdes de caoba con su jefe: Pacumbral o Funerarias, (ambos motes se daban por válidos) en lo que hoy es la casa del pueblo. De joven llegó a ser Caballero Legionario Paracaidista, pero la mala fortuna le dejo una pierna con forma de Arco Olímpico tras un salto. Debido a ese percance fue licenciado antes de tiempo. Él deseaba seguir en el Ejército y al declararlo invalido, se quedó sin expectativas. Derrotado, abandonó Murcia con el carácter arañado, sin la posibilidad de gritar al viento nunca más el lema de los C.L.P: ¡Triunfar o Morir!. Esa decepción lo condujo por las avenidas de la mala vida. Un día, se vio envuelto en un altercado con un tipo en un bar de carretera. El juez, al no ser la primera vez que su carácter levantisco lo metía en problemas, lo envió a la sombra seis meses para darle un escarmiento. En la cárcel, conoció a un traficante de heroína turco con el que se asoció para bombear caballo de primera calidad desde el puerto de Rotérdam a los poblados de media España, esos en los que siempre hay lumbre aunque sea verano. Al final, la venta le pasó por encima. No resistió la tentación como hiciera Odiseo atado al mástil o San Antonio en los lienzos. Gracias al padre Manuel se apartó de la droga, pero después de cuatro años comiendo, entre otras cosas; yogures caducados, hacer mudanzas gratis y escuchar radio María, los mandó a paseo y se marchó dando un portazo y diciendo que ya no les debía ningún favor. Acostumbrado como estaba a cerrar puertas y abandonar lugares, no sintió ningún remordimiento al despedirse.
Retomando la historia en el punto donde la dejé, regresemos a lo que sucedió la noche de autos. Al instante exacto en el que se produjo la farsa.
Cuando Norman Bates estaba a punto de marcharse del otro bar de san Miguel: Javi, que llevaba un rato de pie disimulando y dando vueltas a una bebida aguada mientras esperaba al lado de la puerta, se avanzó sobre él. Inesperadamente le echó el guante; de un empujón lo mando contra la pared y le reclamó a voces y con una teatrera mirada de fuego: la deuda de los tres cafés que le debía a Cristian. Éste, rojo de cólera por la afrenta, lo negó todo. Javi forcejeo con él. Los gritos se escuchaban hasta en la plaza. Ambos cayeron al suelo, la poca clientela que a esa hora estaba en el bar, no se atrevió a separarlos, salvo Mendoza, alias; Catorce pinchazos. Ese mote se lo puso en un club de Málaga un guardaespaldas porque el chulo de una prostituta a la que no le quiso abonar un servicio, intentó asestarle en su impenetrable pecho de hormigón armado; catorce pinchazos con un destornillador de fabricación china y dudosa calidad.
Mendoza, que no quitó el pitillo de la boca durante toda la trifulca, no logró disuadir a Javi que, desde la entrada, le cerraba el paso al pobre infeliz, impidiéndole salir a la calle. Los chillidos no cesaron, uno quería salir y el otro no le dejaba. Veinte minutos después, dos patrullas de la guardia civil, alertada por un vecino anónimo que dio aviso, se personó en el local con los rotativos de los coches dando vueltas. El Cabo Moctezuma, al frente de los tres números que lo acompañaban, ordenó que tomasen una declaración minuciosa a los testigos presentes. No levantaron atestado por los hechos acaecidos. Todo se redujo a una fuerte reprimenda verbal del Cabo Moctezuma, afeando por igual, a los dos contendientes por su conducta impropia e inmadura; a uno por ladronzuelo; y a otro por romperle el cuello de la camisa. Javi, discretamente marcó el número de teléfono de Cristian e hizo una llamada perdida. Forjado con la vida que cargaba en la espalda, se entretenía negándose a hablar, al final, se disculpó como si fuese un monarca con muletas al que hubieran pillado de caza y dijo lo siguiente: «Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir». Norman Bates guardó silencio, con el orgullo agraviado por los golpes y el trato vejatorio al que fue sometido por la autoridad. Se largó exagerando su paso altivo y atusando con las manos, los cuatro pelos que tenía en la cabeza y con los que trataba de disimular su decrepitud capilar. El Cabo Moctezuma obligó a cerrar el local de inmediato a la dueña. La argucia había salido bien. Cristian, aprovechando el revuelo del otro Local, contactó rápidamente con el proveedor.