miércoles, 23 de agosto de 2017

Capítulo 3

                                     

                                         Capitulo final

Javi, que al principio se resistía a hablar, Ahora distraía con sus extravagantes aventuras de paracaidista a los agentes del Instituto armado que no paraban de reírse. Sin saber ellos, que todo formaba parte de una argucia, y él no era más que un  señuelo.

Cristian miró la hora y salió al callejón, en ese momento, su compinche entretenía al Cabo Moctezuma y sus subordinados en la otra punta del pueblo. Cinco minutos después: una Citroën C15 quejumbrosa maniobraba con torpeza marcha atrás. Abrió el almacén  con premura, necesitaba traspasar el género de la furgoneta con la mayor celeridad posible. Al terminar la descarga, el estraperlista de aguardiente casero le dijo que lo dejaba, tenía miedo, corría el rumor de que la guardia civil estaba al acecho. Le pago, y sin llegar a responder nada, se quedó mirando como se borraban en el callejón, las luces rojas del vehículo de su vista al doblar la esquina. Después, fijó la mirada en la franja oscura  del cielo y en las estrellas que tiritaban en lo alto  como quien mira un cuadro que no entiende. Sin género  clandestino que vender a los clientes que acudían cada noche en su busca: el negocio sería una ruina, no aguantaría. De nuevo estaba frente al ocaso de otro proyecto, otro sueño  que terminaba en pesadilla, otra vez; él, su sombra y la derrota haciéndole compañía.
Abrió la puerta del bar; dentro, sonaba: ♪yo procuro olvidarte, siguiendo las rutas del pájaro herido♪… un tema de Bambino cantado por  nuevededos con unos  lamentos fingidos que  impregnaban de amargura, el aroma a letrina, perfume caro y sudor etílico del  local; mezclándose todo, con el barullo de la gente y el  sonido de las teclas del  piano que, el hombre travestido de Doctora, tocaba suavemente con los dos dedos índices de leñador. Esa melodía lastimera,  avivó un recuerdo que permanecía  dormido en el fango de su memoria. Molesto al revolver el pasado  y ante un futuro difícil,  se fue a sentar al fondo, al lado  de una muchacha francesa algo botera y teñida de rubia que  llevaba dos semanas acudiendo cada noche a verle. Ella, cuando no tenía mucho jaleo en la barra, le invitaba a su mesa y con sus pupilas equinas, buscaba con curiosidad  en el  silencioso  dialecto de la mímica  de su rostro una señal que le contase algo de su vida anterior, exploraba  en las líneas horizontales de su frente, sin hablar, una pista, e intentaba  comprender el jeroglífico  de un pasado misterioso del que sólo, gracias a Javi, sabía algo. Desconocía a que se debían las lágrimas que le resbalaban por las mejillas pálidas,  veladas en la  neblina añil del tabaco y que le había visto derramar  la noche que llegó por primera vez, sucediéndose repetidamente  cada madrugada. Deseaba saber que sentía, como haría por inercia, alguien que se encuentra en las páginas de un libro de segunda mano; una  marca  y la mancha antigua de una huella e intenta seguir inútilmente, el rastro de la vida de quién antes leyó ese libro, intentando dar sin lógica alguna  con  el paradero de la persona que una vez, subrayó  a lápiz una frase hermosa  en el mismo libro que ahora le pertenece. Saber por curiosidad humana,  si  al final, el ser que escucho esa frase, fue feliz. Esa incógnita  aumentaba su deseo, y esa noche, al sentarse junto a ella y notarlo más preocupado, le susurró al oído  por primera vez: «te quiego» con su francés refinado le murmuró también: que anhelaba  ser algo más qué su mejor amiga. Cristian,  abstraído, no volvió  su cara hacía ella, desoyendo  sus palabras. Quizá estaba en otra parte, en una  época  transitada anteriormente y distante en el tiempo: »puede que  hubiese  regresado con la imaginación  al antiguo invierno en Lisboa que pasó con su mujer, a la ciudad envuelta en la  bruma de principios de febrero que subía del rio Tajo envolviendo  las calles solitarias y húmedas. Al frio cuarto de baño del piso que compartieron, donde se  la encontró una noche al regresar tarde a casa, sin las zapatillas puestas y los pies  apoyados sobre las baldosas grises del suelo: ausente,  con el contorno de los ojos hinchados y la mirada apagada, con la bata de lana medio abierta, ignorando el hilo de sangre cristalizada que  le descendía desde su vello púbico hasta la cara interna de sus muslos desnudos,  reflejados estos, junto a su cara, en el  espejo anclado a la pared de azulejos blancos  y, en cuyo cristal  se observaba  extrañada como se observaría  a un mendigo con un traje pidiendo  limosna. Puede ser qué Cristian sé estuviese  acordando de aquella escena cruel, cuando se acercó   a la taza del baño para orinar, y ver, al  apartar  el pantalón del pijama de ella  con un pie,  en el fondo blanco  de la taza, una masa viscosa mezclada con papel de celulosa que a él le extraño encontrarse  allí pero se calló para no delatar el exceso de alcohol en su cuerpo. Igual pensó, —aunque  la rubia francesa seguía a su lado hurgando en la costra de sus heridas—, en el sonido violento de aquella noche al pulsar el tirador de la cisterna, y en  el ruido del agua arrastrando todo, de su torpe indiferencia  y la falta de tacto  al pasar junto a ella,  evitando al no besarla,  que descubriera el sabor a ginebra de sus labios. Y su cabeza, embotada de vapores etílicos  no fue capaz de  intuir  en ese momento  porqué esa masa  densa estaba ahí. Quizás recordó también  la nota con los reproches, las explicaciones y la causa principal  de su marcha dos años más tarde, en otra ciudad, cuando le reveló un viejo secreto que él comprendió tras leer la nota. Por eso, la melodía que sonaba en ese instante, se asemejaba a una fea cicatriz en  el estómago. Tal vez ese era el motivo por el que estaba lejos de ese lugar putrefacto e inmundo, y el porqué de sus lágrimas que la muchachada no comprendía. Tras  un largo silencio,  se echó las manos al rostro y estuvo  tapado  con ellas  por un espacio de tiempo indefinido. Sin prestar atención a la voz de helio de nuevededos que, con la dignidad de un toxicómano imitaba la canción que le dio éxito mundial a su  compatriota: Franco Battiato yo quiero verte danzar como los zíngaros  del desierto con candelabros encima...o como los san migueleños en día de fiesta…De repente, una idea fugaz cruzo por su mente, salió a la calle sin importarle demasiado el esperpéntico  dúo musical, los clientes encendidos  y  la francesa afectada de melancolía. Llamó a Javi por teléfono mientras caminaba, y, lo nombró  apoderado del negocio. Antes de  que el sol devorase la madrugada, llegó a su casa jadeando debido a la caminata que hizo corriendo. Después, se sentó en una silla frente a la pantalla del ordenador durante  varios días seguidos en los que apenas comió. Su corazón crujía lentamente los recuerdos a la vez que  su espíritu emprendedor,  fermentaba con paciencia, la fórmula con la que intentaría descifrar: los códigos secretos con los que iba a sabotear los partidos del Canal Plus. Y  mientras  sucedía todo eso, estancó su pasado en la parte menos transitada de su alma, donde también estaba Guille.

Capítulo 2

                                          Capitulo II  

Javi era un carrilano que llegó una mañana de mayo a San Miguel. Se apeó del tren justo antes de que el interventor lo denunciase a la autoridad porque viajaba sin billete. Le gusto el pueblo y echó raíces aquí. Ayudaba a Crisitian en el bar los viernes, sábados o cuando se lo pedía. Entre semana fabricaba ataúdes de caoba con su jefe: Pacumbral o Funerarias, (ambos motes se daban por  válidos) en lo que hoy es la casa del pueblo. De joven llegó a ser Caballero Legionario Paracaidista, pero la mala fortuna le dejo una pierna con forma de Arco Olímpico tras un salto. Debido a ese percance fue licenciado antes de tiempo. Él deseaba seguir en el Ejército y al declararlo invalido, se quedó sin expectativas. Derrotado, abandonó Murcia con el carácter arañado, sin la posibilidad de gritar al viento nunca más el lema de los C.L.P: ¡Triunfar o Morir!. Esa decepción  lo condujo por las avenidas de la mala vida. Un día, se vio envuelto en un altercado con un tipo en un bar de carretera. El juez, al no ser la primera vez que su carácter levantisco lo metía en problemas, lo envió a la sombra seis meses para darle un escarmiento. En la cárcel,  conoció a un traficante de heroína turco con el que se asoció para bombear caballo de primera calidad desde el puerto de Rotérdam a los poblados de media España, esos en los que siempre hay lumbre aunque sea verano. Al final, la venta le pasó por encima. No resistió la tentación como hiciera  Odiseo atado al mástil  o San Antonio en los lienzos. Gracias al padre Manuel se apartó de la droga, pero después de cuatro años comiendo, entre otras cosas; yogures caducados, hacer mudanzas gratis y escuchar radio María, los mandó a paseo y se marchó dando un portazo y diciendo que ya no les debía ningún favor. Acostumbrado como estaba  a cerrar puertas y abandonar lugares, no sintió ningún remordimiento al despedirse.

Retomando la historia en el punto donde la dejé, regresemos  a lo que sucedió la noche de autos. Al instante exacto en el que se produjo la farsa.

Cuando Norman Bates estaba a punto de marcharse del otro bar de san Miguel: Javi, que  llevaba un rato de pie disimulando y dando vueltas a una bebida aguada mientras esperaba al lado de la puerta, se avanzó sobre él. Inesperadamente  le echó el guante; de un empujón lo mando contra la pared y le reclamó a voces y  con una teatrera mirada   de fuego: la deuda de los tres cafés que le debía a Cristian. Éste, rojo de cólera por la afrenta, lo negó todo. Javi  forcejeo con él. Los gritos  se escuchaban hasta en la plaza. Ambos cayeron al suelo, la poca clientela que a esa hora estaba en el bar,  no se atrevió a separarlos, salvo Mendoza, alias; Catorce pinchazos. Ese mote se lo puso en un club de Málaga un guardaespaldas porque el chulo de una prostituta a la que no le quiso abonar un servicio, intentó  asestarle en  su impenetrable pecho de hormigón armado;  catorce  pinchazos con un destornillador de fabricación china y dudosa calidad.

Mendoza, que no quitó  el pitillo de la boca durante toda la trifulca, no logró disuadir a Javi que, desde la entrada, le cerraba  el paso al pobre infeliz,  impidiéndole salir a la calle. Los chillidos no cesaron, uno quería salir y el otro no le dejaba. Veinte minutos después, dos patrullas de la guardia civil, alertada por un vecino anónimo que dio aviso, se personó en el local con los rotativos de los coches dando vueltas.  El Cabo Moctezuma, al frente de los tres números que lo acompañaban, ordenó que tomasen una  declaración minuciosa a los testigos presentes. No levantaron atestado por los hechos acaecidos. Todo se redujo a una fuerte reprimenda verbal del Cabo Moctezuma, afeando por igual, a los dos contendientes por su conducta impropia e inmadura; a uno por ladronzuelo; y a otro por romperle el cuello de la camisa. Javi, discretamente marcó el número de teléfono de Cristian e hizo una llamada perdida. Forjado con la vida que cargaba en la espalda, se entretenía negándose a hablar, al final, se disculpó como si fuese un monarca con muletas al que hubieran pillado de caza y dijo lo siguiente: «Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir». Norman Bates guardó silencio, con el orgullo agraviado por los golpes y el trato vejatorio al que fue sometido por la autoridad. Se largó   exagerando su paso altivo y  atusando con las manos, los cuatro pelos que tenía en la cabeza y con los que trataba de disimular  su decrepitud capilar. El Cabo Moctezuma obligó a cerrar el local de inmediato a la dueña. La argucia había salido bien. Cristian, aprovechando el revuelo del otro Local, contactó rápidamente con el proveedor.

domingo, 13 de agosto de 2017

El callejón tóxico

                                                                                      
                                             Capitulo I
Cristian, decepcionado tras su fracaso sentimental, regresó  a San Miguel. Los últimos diez años los había pasado recorriendo varios países del mundo: junto a su esposa, montó una infinidad de negocios disparatados, la mayoría de ellos; el día que anunciaba la apertura ponía el cartel de: "cierre por liquidación".
Llegó a ser: fontanero en un pueblo del Sahara Occidental, pero debido a la escasez de agua corriente en las casas, hicieron las maletas y probaron fortuna en Portugal donde montaron una pequeña fábrica de toallas. Pero desgraciadamente,  la demanda de trabajo flojeó  enseguida  debido a la fuerte competencia que tenían, sumado  a la falta de liquidez y las continuas  discusiones de la pareja, cambiaron de país. Con el poco dinero  que les quedaba de una pequeña herencia familiar,  sacaron dos billetes de avión a Finlandia. Un amigo en común les habló muy bien de ese país.  Por lo tanto, una vez allí, tras un intenso estudio de mercado, comprobaron que no existía ninguna tienda de ventiladores con los que combatir los rigores veraniegos, después de una larga conversación del matrimonio y haciendo caso omiso al hombre del tiempo: apostaron por abrir una. No les iba mal, pero ella, harta de vivir del aire,  y cansada de sentirse a su lado, más inútil que el estampado floral del vestido  de una judía en un campo de concentración nazi. Desapareció. Antes de marcharse; combatía el tedio y la soledad  en una página de contactos donde conoció  a un camionero Lucense de la orquesta Panorama que ejercía también de contrabandista de Winston americano. El intrépido conductor pluriempleado  le prometió, en sus furtivos encuentros virtuales; estabilidad, tabaco gratis y  una cama en la cabina del camión. Así que,  un día, le escribió una breve carta de despedida y se esfumo de su vida: alojando la lista de recuerdos en los intestinos de su cuerpo. Frustrado por cómo lo abandonó, cerró la tienda, volvió a San Miguel y alquiló el bar de Macario: el que estaba en el callejón que pegaba al antiguo puesto de la Benemérita; y en cuyo interior, cada noche, combatía el desamor bajo el influjo de la ginebra Gordon’s, el vermú del Lidl o el Brandy 103. El humo y la penumbra violeta  del local, no lograban disimular que, en el blanco de sus ojos de plato hondo  y pena; no hubiese madrugada, en la que su mirada no estuviera herida de lágrimas mezcladas con alcohol. Bueno, de momento, dejaremos los problemas sentimentales de él para una ocasión mejor. Ahora, centrémonos en saber lo que sucedió aquella remota  noche.
Cristian, en el bar,  se dedicaba a transacciones  ilícitas. Intentaba ser discreto, pero las ventanas tenían ojos y las lenguas murmuraban en las tiendas de todo el pueblo. Para su desgracia, la fauna que frecuentaba su tugurio, incluía: proxenetas de las güisquerías cercanas, taxistas, meretrices exuberantes, detectives privados  y otra clase de seres nocturnos que, de discretos, no tenían ni la fotografía del d.n.i. Casi todas las noches se dejaban caer por el bar en busca de su dosis. De paso, escuchaban la peculiar voz rota y adicto al helio comprimido del  Napolitano: Angelo Litrico, apodado: nuevededos: que bebía Dyc en vaso de tubo, y nunca apuntaba al techo con el meñique al darle un trago a la copa.  Aun así, su piel tostada sumada a su porte sureño, no le restaba elegancia y un toque de  chulería. Le  acompañaba un compatriota travesti, su nombre: Roger de  Mico. Cada noche se transformaba en: la doctora hipocondríaca. Él/Ella, sentada al piano, tocaba dolorosas melodías que se ajustaban a la impecable garganta de nuevededos  y, entre canción y canción: extendía recetas falsas  de ibuprofeno. Junto a   toda esa excéntrica  clientela, me encontraba yo; uno de los  columnistas del rotativo semanal: El veraz de San Miguel.
Esa noche, a Cristian le entregaban un envío. Alguien le había dado un soplo el día anterior. Sabía que los picoletos  le estaban vigilando, de modo que, esa tarde, junto a un  cliente leal,  idearon un plan. La excusa fue la siguiente: cómo estaba harto de que Norman Bates (apodo que yo le puse en honor a la película de Psicosis) se marchase sin pagar el café. Javi, el cliente leal, provocaría  un escándalo, exigiéndole  el monto total de los cafés que le adeudaba, lejos de allí, en otro bar  al que también acudía Norman Bates  alguna vez. En el siguiente capítulo sabremos más de Javi. Creo que el relato se vertebra un poco más  si lo  conocemos un poco mejor.  


                                          Capitulo II  
Javi era un carrilano que llegó una mañana de mayo a San Miguel: se apeó del tren justo antes de que el interventor lo denunciase a la autoridad porque viajaba sin billete. Le gusto el pueblo y echó raíces aquí. Ayudaba a Crisitian en el bar los viernes y los sábados o cuando se lo pedía. Entre semana fabricaba ataúdes de caoba con su jefe: Pacumbral o Funerarias, (ambos motes se daban por  válidos) en lo que hoy es la casa del pueblo. De joven llegó a ser Caballero Legionario Paracaidista, pero la mala fortuna le dejo una pierna con forma de Arco Olímpico tras un salto. Debido a ese percance fue licenciado antes de tiempo. Él deseaba seguir en el Ejército y al declararlo invalido, se quedó sin expectativas. Derrotado, abandonó Murcia con el carácter arañado, sin la posibilidad de gritar al viento nunca más el lema de los C.L.P: ¡Triunfar o Morir!. Esa decepción  lo condujo por las avenidas de la mala vida. Un día, se vio envuelto en un altercado con un tipo en un bar de carretera. El juez, al no ser la primera vez que su carácter levantisco lo metía en problemas, lo envió a la sombra seis meses para darle un escarmiento. En la cárcel,  conoció a un traficante de heroína turco con el que se asoció para bombear caballo de primera calidad desde el puerto de Rotérdam a los poblados de media España, esos en los que siempre hay lumbre aunque sea verano. Al final, la venta le pasó por encima. No resistió la tentación como hiciera  Odiseo atado al mástil  o San Antonio en los lienzos. Gracias al padre Manuel se apartó de la droga, pero después de cuatro años comiendo, entre otras cosas; yogures caducados, hacer mudanzas gratis y escuchar radio María, los mandó a paseo y se marchó dando un portazo y diciendo que ya no les debía ningún favor. Acostumbrado como estaba  a cerrar puertas y abandonar lugares, no sintió ningún remordimiento al despedirse.
Retomando la historia en el punto donde la dejé, regresemos  a lo que sucedió la noche de autos. Al instante exacto en el que se ejecuta la farsa.
Cuando Norman Bates estaba a punto de marcharse del otro bar de san Miguel: Javi, que  llevaba un rato de pie disimulando y dando vueltas a una bebida aguada mientras esperaba al lado de la puerta, se avanzó sobre él. Inesperadamente  le echó el guante; de un empujón lo mando contra la pared y le reclamó con una teatrera mirada   de fuego: la deuda de los tres cafés que le debía a Cristian. Este, rojo de cólera por la afrenta, lo negó todo, forcejeo con él, e intento zafarse sin éxito. Las voces  se escuchaban hasta en la plaza; ambos cayeron al suelo, la poca clientela que a esa hora estaba en el bar,  no se atrevió a separarlos,  salvo Mendoza, alias; Catorce pinchazos.  Lo cristianizaron con ese mote  en un club de Málaga porque el chulo de una prostituta a la que no le quiso abonar un servicio, intentó  asestarle en  su impenetrable pecho de hormigón armado;  catorce  pinchazos con un destornillador de fabricación china, y dudosa calidad.
Mendoza, que no quitó  el pitillo de la boca durante toda la trifulca, no logró disuadir a Javi que, desde la entrada, le cerraba  el paso al pobre infeliz,  impidiéndole salir a la calle. Los gritos no cesaron, uno quería salir y el otro no le dejaba. Veinte minutos después, dos patrullas de la guardia civil, alertada por un vecino anónimo que dio aviso, se persono en el local con los rotativos de los coches dando vueltas.  El Cabo Moctezuma, al frente de los tres números que lo acompañaban, ordenó que tomasen una  declaración minuciosa a los testigos presentes. No levantaron atestado por los hechos acaecidos. Todo se redujo a una fuerte reprimenda verbal del Cabo Moctezuma, afeando por igual, a los dos contendientes por su conducta impropia e inmadura; a uno por ladronzuelo; y a otro por romperle el cuello de la camisa. Javi, discretamente marcó el número de teléfono de Cristian e hizo una llamada perdida. Forjado con la vida que cargaba en la espalda, se entretenía negándose a hablar, al final, se disculpó como si fuese un monarca con muletas al que hubieran pillado de caza y dijo lo siguiente: «Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir». Norman Bates guardó silencio, con el orgullo agraviado por los golpes y el trato vejatorio al que fue sometido por la autoridad. Se largó   exagerando su paso altivo y  atusando con las manos, los cuatro pelos que tenía en la cabeza y con los que trataba de disimular  su decrepitud capilar. El Cabo Moctezuma obligó a cerrar el local de inmediato a la dueña. La argucia había salido bien. Cristian, aprovechando el revuelo del otro Local, contactó rápidamente con el proveedor.
                                         Capitulo final
Javi, que al principio se resistía a hablar, Ahora distraía con sus extravagantes  aventuras de paracaidista, a los agentes del Instituto armado que no paraban de reírse. Sin saber ellos, que todo formaba parte de una argucia, y él no era más que un  señuelo.
Cristian miró la hora y salió al callejón, en ese momento su compinche entretenía al Cabo Moctezuma y sus subordinados en la otra punta del pueblo. Cinco minutos después: una Citroën C15 quejumbrosa maniobraba con torpeza marcha atrás. Abrió el almacén  con premura, necesitaba traspasar el género de la furgoneta con la mayor celeridad posible. Al terminar la descarga, el estraperlista de aguardiente casero le dijo que lo dejaba, tenía miedo porque la guardia civil estaba al acecho. Le pago, y sin llegar a responder nada, se quedó mirando en el callejón  las luces rojas del vehículo que se borraron  de su vista al doblar la esquina. Después, fijó la mirada en la franja oscura  del cielo y en las estrellas que tiritaban en lo alto  como quien mira un cuadro que no entiende. Sin género  clandestino que vender a los clientes que acudían cada noche en su busca: el negocio sería una ruina, no aguantaría,  de nuevo, estaba frente al ocaso de otro proyecto, otro sueño que terminaba en pesadilla, otra vez; él, su sombra y la derrota haciéndole  compañía. Abrió la puerta del bar, dentro, sonaba: yo procuro olvidarte, siguiendo las rutas del pájaro herido♪ un tema de Bambino  cantado por  nuevededos con unos  lamentos fingidos que  impregnaban de amargura, el aroma a letrina, perfume caro y sudor del  local; mezclándose todo, con el barullo de la gente y el  sonido de las teclas del  piano que, el hombre travestido de Doctora, tocaba suavemente con los dos dedos índices de leñador. Esa melodía lastimera,  avivó un recuerdo que permanecía  dormido en el fango de su memoria. Molesto al revolver el pasado  y ante un futuro difícil,  se fue a sentar al fondo, al lado  de una muchacha francesa algo botera y teñida de rubia que  llevaba dos semanas acudiendo cada noche a verle. Ella, cuando no tenía mucho jaleo en la barra, le invitaba a su mesa y con sus pupilas equinas, buscaba con curiosidad  en el  silencioso  dialecto de la mímica  de su rostro,  una señal que le contase algo de su vida anterior, exploraba  en las líneas horizontales de su frente, sin hablar, una pista, e intentaba  comprender el jeroglífico  de un pasado misterioso del que sólo, gracias a Javi, sabía algo. Desconocía a que se debían las lágrimas que le resbalaban por las mejillas pálidas,  veladas en la  neblina añil del tabaco y que le había visto derramar  la noche que llegó por primera vez, sucediéndose repetidamente  cada madrugada. Deseaba saber que sentía, como haría por inercia: alguien que se encuentra en las páginas de un libro de segunda mano; una  marca  y la mancha antigua de una huella e intenta seguir inútilmente, el rastro de la vida de quién antes leyó ese libro, intentando dar sin lógica alguna  con  el paradero de la persona que una vez, subrayó  a lápiz una frase hermosa  en el mismo libro que ahora le pertenece: saber por curiosidad humana,  si  al final, la persona que escucho esa frase, fue feliz. Esa incógnita  aumentaba su deseo, y esa noche, al sentarse junto a ella y notarlo más preocupado, le susurró al oído  por primera vez: «te quiego» con su francés refinado, le murmuró también que anhelaba  ser algo más qué su mejor amiga. Cristian,  abstraído, no volvió  su cara hacía ella desoyendo  sus palabras, quizás  estaba en otra parte, en una  época  transitada anteriormente y distante en el tiempo: »puede que  hubiese  regresado con la imaginación  al antiguo invierno en Lisboa que pasó con su mujer, a esa ciudad de brumas de principios de febrero que subían  del rio Tajo envolviendo  las calles solitarias y húmedas:  al frio cuarto de baño del piso que compartieron donde se  la encontró una noche al regresar tarde a casa, sin las zapatillas puestas y los pies  apoyados sobre las baldosas grises del suelo: ausente,  con el contorno de los ojos hinchados y la mirada apagada, con la bata de lana medio abierta, ignorando el hilo de sangre cristalizada que  le descendía desde su vello púbico hasta la cara interna de sus muslos desnudos,  reflejados estos, junto a su cara, en el  espejo anclado a la pared de azulejos blancos  y, en cuyo cristal  se observaba  extrañada como se observaría  a un mendigo con un traje pidiendo  limosna. Puede ser qué Cristian sé estuviese  acordando de aquella escena cruel, cuando se acercó   a la taza del baño para orinar, y ver, al  apartar  el pantalón del pijama de ella  con un pie,  en el fondo blanco  de la taza, una masa viscosa mezclada con papel de celulosa que a él le extraño encontrarse  allí, pero se calló para no delatar  el exceso de alcohol en su cuerpo. Igual pensó, -aunque  la rubia francesa seguía a su lado hurgando en la costra de sus heridas-, en el sonido violento de aquella noche al pulsar el tirador de la cisterna, y en  el ruido del agua arrastrando todo, de su torpe indiferencia  y la falta de tacto  al pasar junto a ella,  evitando al no besarla,  que descubriera el sabor a ginebra de sus labios y su cabeza embotada de vapores etílicos que no     intuyó en ese momento  porqué esa masa  densa estaba ahí. Quizás recordó también  la nota con los reproches, las explicaciones y la causa principal  de su marcha dos años más tarde, en otra ciudad, cuando le reveló un viejo secreto que él comprendió tras leer la nota. Por eso, la melodía que sonaba en ese instante, se asemejaba a una fea cicatriz en  el corazón.  Tal vez ese era el motivo por el que estaba lejos de ese lugar putrefacto e inmundo y de sus lágrimas, rodeado de gente superficial que cada noche repetían como autómatas programados: la misma historia.  Tras  un largo silencio,  se echó las manos al rostro y estuvo  tapado  con ellas  por un espacio de tiempo indefinido. Sin prestar atención a la voz de helio de nuevededos  que, con la  dignidad de un toxicómano imitaba  la canción que le dio el éxito mundial  a su compatriota: Franco Battiato:  yo quiero verte danzar, como los zíngaros del desierto, con candelabros encima… o como los san migueleños en días de fiesta ♪…De repente, una idea fugaz cruzo por su mente, salió a la calle sin importarle demasiado el esperpéntico  dúo musical, los clientes encendidos  y  la francesa afectada de melancolía. Llamó a Javi por teléfono mientras caminaba, y, lo nombró  apoderado del negocio. Antes de  que el sol devorase la madrugada, llegó a su casa jadeando, debido a la caminata que hizo corriendo. Después, se sentó en una silla frente a la pantalla del ordenador durante  varios días seguidos en los que apenas comió. Estancó  su vida pasada en una esquina de su alma  y simultáneamente se enlazó a su espíritu emprendedor fermentando  con paciencia, la fórmula con la que intentaría descifrar: los códigos secretos con los que iba a sabotear los partidos del Canal Plus.  


El lobo de la Fuente

                                                        

Esta es la historia de un suceso que ocurrió hace más de cuatro décadas a un vecino de San Miguel Uno de los  protagonistas de este relato;  me contó, que una tarde de finales de junio, con el sol todavía alto en el cielo, el linaje de la estirpe san migueleña  a la que pertenece,  recogía  hierba en Pinilla para dar de comer después a las vacas, sin preocuparse demasiado por los tiros que se escuchaban a cierta distancia, entre los chopos próximos a  la ribera izquierda del Boeza. Aquel día, una batida  intentaba dar muerte al canciller de la fauna Ibérica: el lobo. Este, como gran corredor inagotable  que es, y excelente nadador, al sentirse acorralado; cruzo el río, huyendo del grupo perseguidor, poniendo agua de por medio. También  -Me dijo- que cuando el lobo se sintió a salvó; tomó aire sigiloso para recuperarse del esfuerzo, más tarde, algo desorientado, se acercó al grupo de niños que, rebajados de las labores de los adultos, jugaban en el prado. En ese momento, el más pequeño de los primos, de unos cuatro años de edad, rodeado en un círculo por el resto, se arrimó inocente a su cara, creyendo qué a quién tocaba, era un perro. Lo estuvo acariciando  hasta que su abuelo, desde lo alto del carro donde estaba acopiando la hierba, se percató de lo que estaba ocurriendo  y dio la voz de alerta al resto de la familia. Al oír los gritos y los engazos en alto de los adultos, el lobo echó a correr; perdiéndose su pista por entre los robles  y la densa maleza, ignorando el grupo perseguidor, la dirección exacta de su huida.

Mucho tiempo después, una tarde similar  de principios verano,  mientras descansaba  en fuente Cimera de un largo paseo  me acordé de esa historia  al creer ver por un instante; el soberbio y armónico perfil de un lobo,  recortándose fugazmente,  contra  el tronco de los árboles y zarzas en el crepúsculo rojo de junio. Aunque quizás,  fue sólo fruto de mi cansancio, debido al  esfuerzo realizado, el que me hizo pensar que aquella silueta sombreada de  líneas cóncavas; era la de un lobo con "poco pelaje y mucha maña". Como solía decir Parapar cuando ganaba a los naipes en el bar de Prieto. Yo, crecí embutiendo mi imaginación   con  los cuentos misteriosos de  lobos que escuché de niño. Muchas veces, llegaron a perturbar mi sueño, especialmente, uno  que me contó: Miguel el de la sierra, cuyo recuerdo rescaté de la memoria en aquel momento. La breve visión, debido a mi cansancio igual  me confundió,  y puede que en realidad, lo que vi, fuese  tan solo  un  perro silvestre.
 Pero de lo que no dudo, es de lo que escuché una  noche del mes de enero al caminar  por la acera helada  que hay, entre las casas de Gabriel el barbero y la  de Rosa y el Español. Ambas, separadas por  la llanura escarchada  que  se prolonga casi  hasta  el Boeza. Justo ahí,  empujado por la brisa glacial  que arrastraba la humedad del río y hacia crujir  levemente  las ramas desnudas de los árboles de  aquel  duro invierno, me detuve unos minutos, al oír nítido; el aullido quejumbroso  de un lobo castigado por el hambre, intuyendo tal vez, el inmediato  final  de su reinado  y el declive  de su  especie. En el fondo, igual  ese  lamento triste,  no era más que un alarido afónico pidiendo   auxilio  al firmamento frío en la noche clara de luna llena, buscando un porqué en la curvatura  infinita del  vacío nocturno; suplicando  una respuesta a su escudo  y gran defensor: Félix Rodríguez  de la Fuente, dónde seguramente descansa desde que  su reloj cósmico  se paró  misteriosamente en la gélida nieve de  Alaska, dejando en la orfandad, a toda la fauna Ibérica   y a  mi generación. 
 Y así, poco a poco, nos estamos convirtiendo en  testigos impasibles,  asistiendo  con desdén   ante su inminente  extinción. Por ello, las generaciones venideras serán privadas de ese astuto  animal. Y sólo hallarán, si les interesa,  en  los futuros libros de historia  que son la madre de la verdad, y  en las imágenes  de papel impreso o digital: la belleza insuperable del lobo. Alguna persona sensata, tal vez, les cuente  a los futuros estudiantes, cuál fue el motivo real de su extinción si no se pone remedio pronto. Y por desgracia para ellos, nunca sentirán cómo se eriza la piel  cuando se ha escuchado en vivo;  el aullido estremecedor de un cazador legendario  que llegó a estar;  en la cúspide del hemisferio norte y de su linde: ahora,  la debilitada  luz de su cirio se derrite  lentamente en el espacio temporal de este presente prefabricado  frente  a la inmensidad indiferente del mundo y el olvido. De modo que,  lamentándolo mucho, intuyo que nuestros herederos  no  podrán  contemplarlo,  como lo hizo  David  aquel lejano verano de 1972.