Capitulo I
Cristian, decepcionado tras su fracaso sentimental, regresó a San Miguel. Los últimos diez años los había pasado recorriendo varios países del mundo: junto a su esposa, montó una infinidad de negocios disparatados, la mayoría de ellos; el día que anunciaba la apertura ponía el cartel de: "cierre por liquidación".
Llegó a ser: fontanero en un pueblo del Sahara Occidental, pero debido a la escasez de agua corriente en las casas, hicieron las maletas y probaron fortuna en Portugal donde montaron una pequeña fábrica de toallas. Pero desgraciadamente, la demanda de trabajo flojeó enseguida debido a la fuerte competencia que tenían, sumado a la falta de liquidez y las continuas discusiones de la pareja, cambiaron de país. Con el poco dinero que les quedaba de una pequeña herencia familiar, sacaron dos billetes de avión a Finlandia. Un amigo en común les habló muy bien de ese país. Por lo tanto, una vez allí, tras un intenso estudio de mercado, comprobaron que no existía ninguna tienda de ventiladores con los que combatir los rigores veraniegos, después de una larga conversación del matrimonio y haciendo caso omiso al hombre del tiempo: apostaron por abrir una. No les iba mal, pero ella, harta de vivir del aire, y cansada de sentirse a su lado, más inútil que el estampado floral del vestido de una judía en un campo de concentración nazi. Desapareció. Antes de marcharse; combatía el tedio y la soledad en una página de contactos donde conoció a un camionero Lucense de la orquesta Panorama que ejercía también de contrabandista de Winston americano. El intrépido conductor pluriempleado le prometió, en sus furtivos encuentros virtuales; estabilidad, tabaco gratis y una cama en la cabina del camión. Así que, un día, le escribió una breve carta de despedida y se esfumo de su vida: alojando la lista de recuerdos en los intestinos de su cuerpo. Frustrado por cómo lo abandonó, cerró la tienda, volvió a San Miguel y alquiló el bar de Macario: el que estaba en el callejón que pegaba al antiguo puesto de la Benemérita; y en cuyo interior, cada noche, combatía el desamor bajo el influjo de la ginebra Gordon’s, el vermú del Lidl o el Brandy 103. El humo y la penumbra violeta del local, no lograban disimular que, en el blanco de sus ojos de plato hondo y pena; no hubiese madrugada, en la que su mirada no estuviera herida de lágrimas mezcladas con alcohol. Bueno, de momento, dejaremos los problemas sentimentales de él para una ocasión mejor. Ahora, centrémonos en saber lo que sucedió aquella remota noche.
Cristian, en el bar, se dedicaba a transacciones ilícitas. Intentaba ser discreto, pero las ventanas tenían ojos y las lenguas murmuraban en las tiendas de todo el pueblo. Para su desgracia, la fauna que frecuentaba su tugurio, incluía: proxenetas de las güisquerías cercanas, taxistas, meretrices exuberantes, detectives privados y otra clase de seres nocturnos que, de discretos, no tenían ni la fotografía del d.n.i. Casi todas las noches se dejaban caer por el bar en busca de su dosis. De paso, escuchaban la peculiar voz rota y adicto al helio comprimido del Napolitano: Angelo Litrico, apodado: nuevededos: que bebía Dyc en vaso de tubo, y nunca apuntaba al techo con el meñique al darle un trago a la copa. Aun así, su piel tostada sumada a su porte sureño, no le restaba elegancia y un toque de chulería. Le acompañaba un compatriota travesti, su nombre: Roger de Mico. Cada noche se transformaba en: la doctora hipocondríaca. Él/Ella, sentada al piano, tocaba dolorosas melodías que se ajustaban a la impecable garganta de nuevededos y, entre canción y canción: extendía recetas falsas de ibuprofeno. Junto a toda esa excéntrica clientela, me encontraba yo; uno de los columnistas del rotativo semanal: El veraz de San Miguel.
Esa noche, a Cristian le entregaban un envío. Alguien le había dado un soplo el día anterior. Sabía que los picoletos le estaban vigilando, de modo que, esa tarde, junto a un cliente leal, idearon un plan. La excusa fue la siguiente: cómo estaba harto de que Norman Bates (apodo que yo le puse en honor a la película de Psicosis) se marchase sin pagar el café. Javi, el cliente leal, provocaría un escándalo, exigiéndole el monto total de los cafés que le adeudaba, lejos de allí, en otro bar al que también acudía Norman Bates alguna vez. En el siguiente capítulo sabremos más de Javi. Creo que el relato se vertebra un poco más si lo conocemos un poco mejor.
Capitulo II
Javi era un carrilano que llegó una mañana de mayo a San Miguel: se apeó del tren justo antes de que el interventor lo denunciase a la autoridad porque viajaba sin billete. Le gusto el pueblo y echó raíces aquí. Ayudaba a Crisitian en el bar los viernes y los sábados o cuando se lo pedía. Entre semana fabricaba ataúdes de caoba con su jefe: Pacumbral o Funerarias, (ambos motes se daban por válidos) en lo que hoy es la casa del pueblo. De joven llegó a ser Caballero Legionario Paracaidista, pero la mala fortuna le dejo una pierna con forma de Arco Olímpico tras un salto. Debido a ese percance fue licenciado antes de tiempo. Él deseaba seguir en el Ejército y al declararlo invalido, se quedó sin expectativas. Derrotado, abandonó Murcia con el carácter arañado, sin la posibilidad de gritar al viento nunca más el lema de los C.L.P: ¡Triunfar o Morir!. Esa decepción lo condujo por las avenidas de la mala vida. Un día, se vio envuelto en un altercado con un tipo en un bar de carretera. El juez, al no ser la primera vez que su carácter levantisco lo metía en problemas, lo envió a la sombra seis meses para darle un escarmiento. En la cárcel, conoció a un traficante de heroína turco con el que se asoció para bombear caballo de primera calidad desde el puerto de Rotérdam a los poblados de media España, esos en los que siempre hay lumbre aunque sea verano. Al final, la venta le pasó por encima. No resistió la tentación como hiciera Odiseo atado al mástil o San Antonio en los lienzos. Gracias al padre Manuel se apartó de la droga, pero después de cuatro años comiendo, entre otras cosas; yogures caducados, hacer mudanzas gratis y escuchar radio María, los mandó a paseo y se marchó dando un portazo y diciendo que ya no les debía ningún favor. Acostumbrado como estaba a cerrar puertas y abandonar lugares, no sintió ningún remordimiento al despedirse.
Retomando la historia en el punto donde la dejé, regresemos a lo que sucedió la noche de autos. Al instante exacto en el que se ejecuta la farsa.
Cuando Norman Bates estaba a punto de marcharse del otro bar de san Miguel: Javi, que llevaba un rato de pie disimulando y dando vueltas a una bebida aguada mientras esperaba al lado de la puerta, se avanzó sobre él. Inesperadamente le echó el guante; de un empujón lo mando contra la pared y le reclamó con una teatrera mirada de fuego: la deuda de los tres cafés que le debía a Cristian. Este, rojo de cólera por la afrenta, lo negó todo, forcejeo con él, e intento zafarse sin éxito. Las voces se escuchaban hasta en la plaza; ambos cayeron al suelo, la poca clientela que a esa hora estaba en el bar, no se atrevió a separarlos, salvo Mendoza, alias; Catorce pinchazos. Lo cristianizaron con ese mote en un club de Málaga porque el chulo de una prostituta a la que no le quiso abonar un servicio, intentó asestarle en su impenetrable pecho de hormigón armado; catorce pinchazos con un destornillador de fabricación china, y dudosa calidad.
Mendoza, que no quitó el pitillo de la boca durante toda la trifulca, no logró disuadir a Javi que, desde la entrada, le cerraba el paso al pobre infeliz, impidiéndole salir a la calle. Los gritos no cesaron, uno quería salir y el otro no le dejaba. Veinte minutos después, dos patrullas de la guardia civil, alertada por un vecino anónimo que dio aviso, se persono en el local con los rotativos de los coches dando vueltas. El Cabo Moctezuma, al frente de los tres números que lo acompañaban, ordenó que tomasen una declaración minuciosa a los testigos presentes. No levantaron atestado por los hechos acaecidos. Todo se redujo a una fuerte reprimenda verbal del Cabo Moctezuma, afeando por igual, a los dos contendientes por su conducta impropia e inmadura; a uno por ladronzuelo; y a otro por romperle el cuello de la camisa. Javi, discretamente marcó el número de teléfono de Cristian e hizo una llamada perdida. Forjado con la vida que cargaba en la espalda, se entretenía negándose a hablar, al final, se disculpó como si fuese un monarca con muletas al que hubieran pillado de caza y dijo lo siguiente: «Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir». Norman Bates guardó silencio, con el orgullo agraviado por los golpes y el trato vejatorio al que fue sometido por la autoridad. Se largó exagerando su paso altivo y atusando con las manos, los cuatro pelos que tenía en la cabeza y con los que trataba de disimular su decrepitud capilar. El Cabo Moctezuma obligó a cerrar el local de inmediato a la dueña. La argucia había salido bien. Cristian, aprovechando el revuelo del otro Local, contactó rápidamente con el proveedor.
Capitulo final
Javi, que al principio se resistía a hablar, Ahora distraía con sus extravagantes aventuras de paracaidista, a los agentes del Instituto armado que no paraban de reírse. Sin saber ellos, que todo formaba parte de una argucia, y él no era más que un señuelo.
Cristian miró la hora y salió al callejón, en ese momento su compinche entretenía al Cabo Moctezuma y sus subordinados en la otra punta del pueblo. Cinco minutos después: una Citroën C15 quejumbrosa maniobraba con torpeza marcha atrás. Abrió el almacén con premura, necesitaba traspasar el género de la furgoneta con la mayor celeridad posible. Al terminar la descarga, el estraperlista de aguardiente casero le dijo que lo dejaba, tenía miedo porque la guardia civil estaba al acecho. Le pago, y sin llegar a responder nada, se quedó mirando en el callejón las luces rojas del vehículo que se borraron de su vista al doblar la esquina. Después, fijó la mirada en la franja oscura del cielo y en las estrellas que tiritaban en lo alto como quien mira un cuadro que no entiende. Sin género clandestino que vender a los clientes que acudían cada noche en su busca: el negocio sería una ruina, no aguantaría, de nuevo, estaba frente al ocaso de otro proyecto, otro sueño que terminaba en pesadilla, otra vez; él, su sombra y la derrota haciéndole compañía. Abrió la puerta del bar, dentro, sonaba: ♪yo procuro olvidarte, siguiendo las rutas del pájaro herido♪… un tema de Bambino cantado por nuevededos con unos lamentos fingidos que impregnaban de amargura, el aroma a letrina, perfume caro y sudor del local; mezclándose todo, con el barullo de la gente y el sonido de las teclas del piano que, el hombre travestido de Doctora, tocaba suavemente con los dos dedos índices de leñador. Esa melodía lastimera, avivó un recuerdo que permanecía dormido en el fango de su memoria. Molesto al revolver el pasado y ante un futuro difícil, se fue a sentar al fondo, al lado de una muchacha francesa algo botera y teñida de rubia que llevaba dos semanas acudiendo cada noche a verle. Ella, cuando no tenía mucho jaleo en la barra, le invitaba a su mesa y con sus pupilas equinas, buscaba con curiosidad en el silencioso dialecto de la mímica de su rostro, una señal que le contase algo de su vida anterior, exploraba en las líneas horizontales de su frente, sin hablar, una pista, e intentaba comprender el jeroglífico de un pasado misterioso del que sólo, gracias a Javi, sabía algo. Desconocía a que se debían las lágrimas que le resbalaban por las mejillas pálidas, veladas en la neblina añil del tabaco y que le había visto derramar la noche que llegó por primera vez, sucediéndose repetidamente cada madrugada. Deseaba saber que sentía, como haría por inercia: alguien que se encuentra en las páginas de un libro de segunda mano; una marca y la mancha antigua de una huella e intenta seguir inútilmente, el rastro de la vida de quién antes leyó ese libro, intentando dar sin lógica alguna con el paradero de la persona que una vez, subrayó a lápiz una frase hermosa en el mismo libro que ahora le pertenece: saber por curiosidad humana, si al final, la persona que escucho esa frase, fue feliz. Esa incógnita aumentaba su deseo, y esa noche, al sentarse junto a ella y notarlo más preocupado, le susurró al oído por primera vez: «te quiego» con su francés refinado, le murmuró también que anhelaba ser algo más qué su mejor amiga. Cristian, abstraído, no volvió su cara hacía ella desoyendo sus palabras, quizás estaba en otra parte, en una época transitada anteriormente y distante en el tiempo: »puede que hubiese regresado con la imaginación al antiguo invierno en Lisboa que pasó con su mujer, a esa ciudad de brumas de principios de febrero que subían del rio Tajo envolviendo las calles solitarias y húmedas: al frio cuarto de baño del piso que compartieron donde se la encontró una noche al regresar tarde a casa, sin las zapatillas puestas y los pies apoyados sobre las baldosas grises del suelo: ausente, con el contorno de los ojos hinchados y la mirada apagada, con la bata de lana medio abierta, ignorando el hilo de sangre cristalizada que le descendía desde su vello púbico hasta la cara interna de sus muslos desnudos, reflejados estos, junto a su cara, en el espejo anclado a la pared de azulejos blancos y, en cuyo cristal se observaba extrañada como se observaría a un mendigo con un traje pidiendo limosna. Puede ser qué Cristian sé estuviese acordando de aquella escena cruel, cuando se acercó a la taza del baño para orinar, y ver, al apartar el pantalón del pijama de ella con un pie, en el fondo blanco de la taza, una masa viscosa mezclada con papel de celulosa que a él le extraño encontrarse allí, pero se calló para no delatar el exceso de alcohol en su cuerpo. Igual pensó, -aunque la rubia francesa seguía a su lado hurgando en la costra de sus heridas-, en el sonido violento de aquella noche al pulsar el tirador de la cisterna, y en el ruido del agua arrastrando todo, de su torpe indiferencia y la falta de tacto al pasar junto a ella, evitando al no besarla, que descubriera el sabor a ginebra de sus labios y su cabeza embotada de vapores etílicos que no intuyó en ese momento porqué esa masa densa estaba ahí. Quizás recordó también la nota con los reproches, las explicaciones y la causa principal de su marcha dos años más tarde, en otra ciudad, cuando le reveló un viejo secreto que él comprendió tras leer la nota. Por eso, la melodía que sonaba en ese instante, se asemejaba a una fea cicatriz en el corazón. Tal vez ese era el motivo por el que estaba lejos de ese lugar putrefacto e inmundo y de sus lágrimas, rodeado de gente superficial que cada noche repetían como autómatas programados: la misma historia. Tras un largo silencio, se echó las manos al rostro y estuvo tapado con ellas por un espacio de tiempo indefinido. Sin prestar atención a la voz de helio de nuevededos que, con la dignidad de un toxicómano imitaba la canción que le dio el éxito mundial a su compatriota: Franco Battiato: ♪ yo quiero verte danzar, como los zíngaros del desierto, con candelabros encima… o como los san migueleños en días de fiesta ♪…De repente, una idea fugaz cruzo por su mente, salió a la calle sin importarle demasiado el esperpéntico dúo musical, los clientes encendidos y la francesa afectada de melancolía. Llamó a Javi por teléfono mientras caminaba, y, lo nombró apoderado del negocio. Antes de que el sol devorase la madrugada, llegó a su casa jadeando, debido a la caminata que hizo corriendo. Después, se sentó en una silla frente a la pantalla del ordenador durante varios días seguidos en los que apenas comió. Estancó su vida pasada en una esquina de su alma y simultáneamente se enlazó a su espíritu emprendedor fermentando con paciencia, la fórmula con la que intentaría descifrar: los códigos secretos con los que iba a sabotear los partidos del Canal Plus.