lunes, 13 de marzo de 2017

El mestizaje

Tlaloc acumuló en el cielo, una noche del mes de junio de 1520, todas las nubes del mundo para que chocaran entre sí y derramaran su agua, frenando, de esta forma, la huida de los soldados españoles que, cargados con sus armaduras y con el peso del oro saqueado, se frenaran en el barro. Los tambores aztecas tronaban en la oscuridad, presagiando una inminente batalla. Estos, bajo el mando del Capitán Alvarado, dejaron atrás en un templo los cuerpos finados, saqueados entre charcos de sangre de hombres, mujeres y niños pasados a cuchillo sin remordimientos.
El soldado de mirada clara ayudó a escapar a la indígena con la que había yacido durante los últimos tres meses y de la que esperaba un hijo, sin que Alvarado ni Cortes se dieran cuenta de ello. Huyó entre la maleza, protegida por la luna que, desde lo alto, alumbró su camino. Los aliados tlaxcaltecas cargaban con el oro, al igual que los soldados, que llevaban en el jubón todo el que pudieron acopiar. Los caballos, débiles por el esfuerzo y el peso, se hundían en el suelo embarrado. Los tambores sonaban cada vez más cerca. La lluvia, el fango y el peso de la armadura ralentizaba el regreso a Veracruz. La parte del Rey también cargaban.
Pero él estaba tranquilo en España, rodeado del clero, recaudadores de impuestos y nobles a los que había que llevarles su parte. Para ellos, la conquista era algo romántico y fácil. Ya los tenían encima. La emboscada estaba preparada. Unos bajaron por el río en canoas, los otros les dieron alcance por detrás hasta arrinconarlos. Con las mazas, les partían el morral. Las flechas llovían del cielo y, aunque ya estaba amaneciendo, este se tornaba negro de nuevo al desprenderse de los arcos. Los pocos que se mantenían en pie, luchaban con bravura pero de nada servía la forja en Flandes. Las heridas mortales les sesgaban la vida. Gritos de dolor, de rabia y miedo.
El soldado de los ojos claros sabía que no saldría de allí. Tal vez los mismos que le iban a matar eran parientes de ella. Un golpe le dejó sordo. Solo sentía el latir apresurado de su corazón. Una piedra le partió seis dientes. Sangraba en abundancia. Se quitó la armadura para estar mas liviano y se desprendió del pesado jubón. No volvería a aquella tierra baldía e ingrata, llamada España, cubierto de oro. Las lanzas le rodeaban. Se defendió con la espada, hasta que una le atravesó el estómago, otra la cerviz, mandándolo al enfangado suelo. Antes de cerrar los ojos para viajar hacia la eterna noche, susurró casi sin voz, su nombre.

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