Capitulo final
Javi, que al principio se resistía a hablar, Ahora distraía con sus extravagantes aventuras de paracaidista a los agentes del Instituto armado que no paraban de reírse. Sin saber ellos, que todo formaba parte de una argucia, y él no era más que un señuelo.
Cristian miró la hora y salió al callejón, en ese momento, su compinche entretenía al Cabo Moctezuma y sus subordinados en la otra punta del pueblo. Cinco minutos después: una Citroën C15 quejumbrosa maniobraba con torpeza marcha atrás. Abrió el almacén con premura, necesitaba traspasar el género de la furgoneta con la mayor celeridad posible. Al terminar la descarga, el estraperlista de aguardiente casero le dijo que lo dejaba, tenía miedo, corría el rumor de que la guardia civil estaba al acecho. Le pago, y sin llegar a responder nada, se quedó mirando como se borraban en el callejón, las luces rojas del vehículo de su vista al doblar la esquina. Después, fijó la mirada en la franja oscura del cielo y en las estrellas que tiritaban en lo alto como quien mira un cuadro que no entiende. Sin género clandestino que vender a los clientes que acudían cada noche en su busca: el negocio sería una ruina, no aguantaría. De nuevo estaba frente al ocaso de otro proyecto, otro sueño que terminaba en pesadilla, otra vez; él, su sombra y la derrota haciéndole compañía.
Abrió la puerta del bar; dentro, sonaba: ♪yo procuro olvidarte, siguiendo las rutas del pájaro herido♪… un tema de Bambino cantado por nuevededos con unos lamentos fingidos que impregnaban de amargura, el aroma a letrina, perfume caro y sudor etílico del local; mezclándose todo, con el barullo de la gente y el sonido de las teclas del piano que, el hombre travestido de Doctora, tocaba suavemente con los dos dedos índices de leñador. Esa melodía lastimera, avivó un recuerdo que permanecía dormido en el fango de su memoria. Molesto al revolver el pasado y ante un futuro difícil, se fue a sentar al fondo, al lado de una muchacha francesa algo botera y teñida de rubia que llevaba dos semanas acudiendo cada noche a verle. Ella, cuando no tenía mucho jaleo en la barra, le invitaba a su mesa y con sus pupilas equinas, buscaba con curiosidad en el silencioso dialecto de la mímica de su rostro una señal que le contase algo de su vida anterior, exploraba en las líneas horizontales de su frente, sin hablar, una pista, e intentaba comprender el jeroglífico de un pasado misterioso del que sólo, gracias a Javi, sabía algo. Desconocía a que se debían las lágrimas que le resbalaban por las mejillas pálidas, veladas en la neblina añil del tabaco y que le había visto derramar la noche que llegó por primera vez, sucediéndose repetidamente cada madrugada. Deseaba saber que sentía, como haría por inercia, alguien que se encuentra en las páginas de un libro de segunda mano; una marca y la mancha antigua de una huella e intenta seguir inútilmente, el rastro de la vida de quién antes leyó ese libro, intentando dar sin lógica alguna con el paradero de la persona que una vez, subrayó a lápiz una frase hermosa en el mismo libro que ahora le pertenece. Saber por curiosidad humana, si al final, el ser que escucho esa frase, fue feliz. Esa incógnita aumentaba su deseo, y esa noche, al sentarse junto a ella y notarlo más preocupado, le susurró al oído por primera vez: «te quiego» con su francés refinado le murmuró también: que anhelaba ser algo más qué su mejor amiga. Cristian, abstraído, no volvió su cara hacía ella, desoyendo sus palabras. Quizá estaba en otra parte, en una época transitada anteriormente y distante en el tiempo: »puede que hubiese regresado con la imaginación al antiguo invierno en Lisboa que pasó con su mujer, a la ciudad envuelta en la bruma de principios de febrero que subía del rio Tajo envolviendo las calles solitarias y húmedas. Al frio cuarto de baño del piso que compartieron, donde se la encontró una noche al regresar tarde a casa, sin las zapatillas puestas y los pies apoyados sobre las baldosas grises del suelo: ausente, con el contorno de los ojos hinchados y la mirada apagada, con la bata de lana medio abierta, ignorando el hilo de sangre cristalizada que le descendía desde su vello púbico hasta la cara interna de sus muslos desnudos, reflejados estos, junto a su cara, en el espejo anclado a la pared de azulejos blancos y, en cuyo cristal se observaba extrañada como se observaría a un mendigo con un traje pidiendo limosna. Puede ser qué Cristian sé estuviese acordando de aquella escena cruel, cuando se acercó a la taza del baño para orinar, y ver, al apartar el pantalón del pijama de ella con un pie, en el fondo blanco de la taza, una masa viscosa mezclada con papel de celulosa que a él le extraño encontrarse allí pero se calló para no delatar el exceso de alcohol en su cuerpo. Igual pensó, —aunque la rubia francesa seguía a su lado hurgando en la costra de sus heridas—, en el sonido violento de aquella noche al pulsar el tirador de la cisterna, y en el ruido del agua arrastrando todo, de su torpe indiferencia y la falta de tacto al pasar junto a ella, evitando al no besarla, que descubriera el sabor a ginebra de sus labios. Y su cabeza, embotada de vapores etílicos no fue capaz de intuir en ese momento porqué esa masa densa estaba ahí. Quizás recordó también la nota con los reproches, las explicaciones y la causa principal de su marcha dos años más tarde, en otra ciudad, cuando le reveló un viejo secreto que él comprendió tras leer la nota. Por eso, la melodía que sonaba en ese instante, se asemejaba a una fea cicatriz en el estómago. Tal vez ese era el motivo por el que estaba lejos de ese lugar putrefacto e inmundo, y el porqué de sus lágrimas que la muchachada no comprendía. Tras un largo silencio, se echó las manos al rostro y estuvo tapado con ellas por un espacio de tiempo indefinido. Sin prestar atención a la voz de helio de nuevededos que, con la dignidad de un toxicómano imitaba la canción que le dio éxito mundial a su compatriota: Franco Battiato: ♪ yo quiero verte danzar como los zíngaros del desierto con candelabros encima...o como los san migueleños en día de fiesta ♪…De repente, una idea fugaz cruzo por su mente, salió a la calle sin importarle demasiado el esperpéntico dúo musical, los clientes encendidos y la francesa afectada de melancolía. Llamó a Javi por teléfono mientras caminaba, y, lo nombró apoderado del negocio. Antes de que el sol devorase la madrugada, llegó a su casa jadeando debido a la caminata que hizo corriendo. Después, se sentó en una silla frente a la pantalla del ordenador durante varios días seguidos en los que apenas comió. Su corazón crujía lentamente los recuerdos a la vez que su espíritu emprendedor, fermentaba con paciencia, la fórmula con la que intentaría descifrar: los códigos secretos con los que iba a sabotear los partidos del Canal Plus. Y mientras sucedía todo eso, estancó su pasado en la parte menos transitada de su alma, donde también estaba Guille.
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