miércoles, 23 de agosto de 2017

Capítulo 3

                                     

                                         Capitulo final

Javi, que al principio se resistía a hablar, Ahora distraía con sus extravagantes aventuras de paracaidista a los agentes del Instituto armado que no paraban de reírse. Sin saber ellos, que todo formaba parte de una argucia, y él no era más que un  señuelo.

Cristian miró la hora y salió al callejón, en ese momento, su compinche entretenía al Cabo Moctezuma y sus subordinados en la otra punta del pueblo. Cinco minutos después: una Citroën C15 quejumbrosa maniobraba con torpeza marcha atrás. Abrió el almacén  con premura, necesitaba traspasar el género de la furgoneta con la mayor celeridad posible. Al terminar la descarga, el estraperlista de aguardiente casero le dijo que lo dejaba, tenía miedo, corría el rumor de que la guardia civil estaba al acecho. Le pago, y sin llegar a responder nada, se quedó mirando como se borraban en el callejón, las luces rojas del vehículo de su vista al doblar la esquina. Después, fijó la mirada en la franja oscura  del cielo y en las estrellas que tiritaban en lo alto  como quien mira un cuadro que no entiende. Sin género  clandestino que vender a los clientes que acudían cada noche en su busca: el negocio sería una ruina, no aguantaría. De nuevo estaba frente al ocaso de otro proyecto, otro sueño  que terminaba en pesadilla, otra vez; él, su sombra y la derrota haciéndole compañía.
Abrió la puerta del bar; dentro, sonaba: ♪yo procuro olvidarte, siguiendo las rutas del pájaro herido♪… un tema de Bambino cantado por  nuevededos con unos  lamentos fingidos que  impregnaban de amargura, el aroma a letrina, perfume caro y sudor etílico del  local; mezclándose todo, con el barullo de la gente y el  sonido de las teclas del  piano que, el hombre travestido de Doctora, tocaba suavemente con los dos dedos índices de leñador. Esa melodía lastimera,  avivó un recuerdo que permanecía  dormido en el fango de su memoria. Molesto al revolver el pasado  y ante un futuro difícil,  se fue a sentar al fondo, al lado  de una muchacha francesa algo botera y teñida de rubia que  llevaba dos semanas acudiendo cada noche a verle. Ella, cuando no tenía mucho jaleo en la barra, le invitaba a su mesa y con sus pupilas equinas, buscaba con curiosidad  en el  silencioso  dialecto de la mímica  de su rostro una señal que le contase algo de su vida anterior, exploraba  en las líneas horizontales de su frente, sin hablar, una pista, e intentaba  comprender el jeroglífico  de un pasado misterioso del que sólo, gracias a Javi, sabía algo. Desconocía a que se debían las lágrimas que le resbalaban por las mejillas pálidas,  veladas en la  neblina añil del tabaco y que le había visto derramar  la noche que llegó por primera vez, sucediéndose repetidamente  cada madrugada. Deseaba saber que sentía, como haría por inercia, alguien que se encuentra en las páginas de un libro de segunda mano; una  marca  y la mancha antigua de una huella e intenta seguir inútilmente, el rastro de la vida de quién antes leyó ese libro, intentando dar sin lógica alguna  con  el paradero de la persona que una vez, subrayó  a lápiz una frase hermosa  en el mismo libro que ahora le pertenece. Saber por curiosidad humana,  si  al final, el ser que escucho esa frase, fue feliz. Esa incógnita  aumentaba su deseo, y esa noche, al sentarse junto a ella y notarlo más preocupado, le susurró al oído  por primera vez: «te quiego» con su francés refinado le murmuró también: que anhelaba  ser algo más qué su mejor amiga. Cristian,  abstraído, no volvió  su cara hacía ella, desoyendo  sus palabras. Quizá estaba en otra parte, en una  época  transitada anteriormente y distante en el tiempo: »puede que  hubiese  regresado con la imaginación  al antiguo invierno en Lisboa que pasó con su mujer, a la ciudad envuelta en la  bruma de principios de febrero que subía del rio Tajo envolviendo  las calles solitarias y húmedas. Al frio cuarto de baño del piso que compartieron, donde se  la encontró una noche al regresar tarde a casa, sin las zapatillas puestas y los pies  apoyados sobre las baldosas grises del suelo: ausente,  con el contorno de los ojos hinchados y la mirada apagada, con la bata de lana medio abierta, ignorando el hilo de sangre cristalizada que  le descendía desde su vello púbico hasta la cara interna de sus muslos desnudos,  reflejados estos, junto a su cara, en el  espejo anclado a la pared de azulejos blancos  y, en cuyo cristal  se observaba  extrañada como se observaría  a un mendigo con un traje pidiendo  limosna. Puede ser qué Cristian sé estuviese  acordando de aquella escena cruel, cuando se acercó   a la taza del baño para orinar, y ver, al  apartar  el pantalón del pijama de ella  con un pie,  en el fondo blanco  de la taza, una masa viscosa mezclada con papel de celulosa que a él le extraño encontrarse  allí pero se calló para no delatar el exceso de alcohol en su cuerpo. Igual pensó, —aunque  la rubia francesa seguía a su lado hurgando en la costra de sus heridas—, en el sonido violento de aquella noche al pulsar el tirador de la cisterna, y en  el ruido del agua arrastrando todo, de su torpe indiferencia  y la falta de tacto  al pasar junto a ella,  evitando al no besarla,  que descubriera el sabor a ginebra de sus labios. Y su cabeza, embotada de vapores etílicos  no fue capaz de  intuir  en ese momento  porqué esa masa  densa estaba ahí. Quizás recordó también  la nota con los reproches, las explicaciones y la causa principal  de su marcha dos años más tarde, en otra ciudad, cuando le reveló un viejo secreto que él comprendió tras leer la nota. Por eso, la melodía que sonaba en ese instante, se asemejaba a una fea cicatriz en  el estómago. Tal vez ese era el motivo por el que estaba lejos de ese lugar putrefacto e inmundo, y el porqué de sus lágrimas que la muchachada no comprendía. Tras  un largo silencio,  se echó las manos al rostro y estuvo  tapado  con ellas  por un espacio de tiempo indefinido. Sin prestar atención a la voz de helio de nuevededos que, con la dignidad de un toxicómano imitaba la canción que le dio éxito mundial a su  compatriota: Franco Battiato yo quiero verte danzar como los zíngaros  del desierto con candelabros encima...o como los san migueleños en día de fiesta…De repente, una idea fugaz cruzo por su mente, salió a la calle sin importarle demasiado el esperpéntico  dúo musical, los clientes encendidos  y  la francesa afectada de melancolía. Llamó a Javi por teléfono mientras caminaba, y, lo nombró  apoderado del negocio. Antes de  que el sol devorase la madrugada, llegó a su casa jadeando debido a la caminata que hizo corriendo. Después, se sentó en una silla frente a la pantalla del ordenador durante  varios días seguidos en los que apenas comió. Su corazón crujía lentamente los recuerdos a la vez que  su espíritu emprendedor,  fermentaba con paciencia, la fórmula con la que intentaría descifrar: los códigos secretos con los que iba a sabotear los partidos del Canal Plus. Y  mientras  sucedía todo eso, estancó su pasado en la parte menos transitada de su alma, donde también estaba Guille.

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