domingo, 13 de agosto de 2017

El lobo de la Fuente

                                                        

Esta es la historia de un suceso que ocurrió hace más de cuatro décadas a un vecino de San Miguel Uno de los  protagonistas de este relato;  me contó, que una tarde de finales de junio, con el sol todavía alto en el cielo, el linaje de la estirpe san migueleña  a la que pertenece,  recogía  hierba en Pinilla para dar de comer después a las vacas, sin preocuparse demasiado por los tiros que se escuchaban a cierta distancia, entre los chopos próximos a  la ribera izquierda del Boeza. Aquel día, una batida  intentaba dar muerte al canciller de la fauna Ibérica: el lobo. Este, como gran corredor inagotable  que es, y excelente nadador, al sentirse acorralado; cruzo el río, huyendo del grupo perseguidor, poniendo agua de por medio. También  -Me dijo- que cuando el lobo se sintió a salvó; tomó aire sigiloso para recuperarse del esfuerzo, más tarde, algo desorientado, se acercó al grupo de niños que, rebajados de las labores de los adultos, jugaban en el prado. En ese momento, el más pequeño de los primos, de unos cuatro años de edad, rodeado en un círculo por el resto, se arrimó inocente a su cara, creyendo qué a quién tocaba, era un perro. Lo estuvo acariciando  hasta que su abuelo, desde lo alto del carro donde estaba acopiando la hierba, se percató de lo que estaba ocurriendo  y dio la voz de alerta al resto de la familia. Al oír los gritos y los engazos en alto de los adultos, el lobo echó a correr; perdiéndose su pista por entre los robles  y la densa maleza, ignorando el grupo perseguidor, la dirección exacta de su huida.

Mucho tiempo después, una tarde similar  de principios verano,  mientras descansaba  en fuente Cimera de un largo paseo  me acordé de esa historia  al creer ver por un instante; el soberbio y armónico perfil de un lobo,  recortándose fugazmente,  contra  el tronco de los árboles y zarzas en el crepúsculo rojo de junio. Aunque quizás,  fue sólo fruto de mi cansancio, debido al  esfuerzo realizado, el que me hizo pensar que aquella silueta sombreada de  líneas cóncavas; era la de un lobo con "poco pelaje y mucha maña". Como solía decir Parapar cuando ganaba a los naipes en el bar de Prieto. Yo, crecí embutiendo mi imaginación   con  los cuentos misteriosos de  lobos que escuché de niño. Muchas veces, llegaron a perturbar mi sueño, especialmente, uno  que me contó: Miguel el de la sierra, cuyo recuerdo rescaté de la memoria en aquel momento. La breve visión, debido a mi cansancio igual  me confundió,  y puede que en realidad, lo que vi, fuese  tan solo  un  perro silvestre.
 Pero de lo que no dudo, es de lo que escuché una  noche del mes de enero al caminar  por la acera helada  que hay, entre las casas de Gabriel el barbero y la  de Rosa y el Español. Ambas, separadas por  la llanura escarchada  que  se prolonga casi  hasta  el Boeza. Justo ahí,  empujado por la brisa glacial  que arrastraba la humedad del río y hacia crujir  levemente  las ramas desnudas de los árboles de  aquel  duro invierno, me detuve unos minutos, al oír nítido; el aullido quejumbroso  de un lobo castigado por el hambre, intuyendo tal vez, el inmediato  final  de su reinado  y el declive  de su  especie. En el fondo, igual  ese  lamento triste,  no era más que un alarido afónico pidiendo   auxilio  al firmamento frío en la noche clara de luna llena, buscando un porqué en la curvatura  infinita del  vacío nocturno; suplicando  una respuesta a su escudo  y gran defensor: Félix Rodríguez  de la Fuente, dónde seguramente descansa desde que  su reloj cósmico  se paró  misteriosamente en la gélida nieve de  Alaska, dejando en la orfandad, a toda la fauna Ibérica   y a  mi generación. 
 Y así, poco a poco, nos estamos convirtiendo en  testigos impasibles,  asistiendo  con desdén   ante su inminente  extinción. Por ello, las generaciones venideras serán privadas de ese astuto  animal. Y sólo hallarán, si les interesa,  en  los futuros libros de historia  que son la madre de la verdad, y  en las imágenes  de papel impreso o digital: la belleza insuperable del lobo. Alguna persona sensata, tal vez, les cuente  a los futuros estudiantes, cuál fue el motivo real de su extinción si no se pone remedio pronto. Y por desgracia para ellos, nunca sentirán cómo se eriza la piel  cuando se ha escuchado en vivo;  el aullido estremecedor de un cazador legendario  que llegó a estar;  en la cúspide del hemisferio norte y de su linde: ahora,  la debilitada  luz de su cirio se derrite  lentamente en el espacio temporal de este presente prefabricado  frente  a la inmensidad indiferente del mundo y el olvido. De modo que,  lamentándolo mucho, intuyo que nuestros herederos  no  podrán  contemplarlo,  como lo hizo  David  aquel lejano verano de 1972.


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