Esta es la historia de un
suceso que ocurrió hace más de cuatro décadas a un vecino de San Miguel Uno de
los protagonistas de este relato; me contó, que una tarde de
finales de junio, con el sol todavía alto en el cielo, el linaje de la estirpe
san migueleña a la que pertenece, recogía hierba en Pinilla
para dar de comer después a las vacas, sin preocuparse demasiado por los tiros
que se escuchaban a cierta distancia, entre los chopos próximos a la
ribera izquierda del Boeza. Aquel día, una batida intentaba dar muerte al
canciller de la fauna Ibérica: el lobo. Este, como gran corredor
inagotable que es, y excelente nadador, al sentirse acorralado; cruzo el
río, huyendo del grupo perseguidor, poniendo agua de por medio. También
-Me dijo- que cuando el lobo se sintió a salvó; tomó aire sigiloso para
recuperarse del esfuerzo, más tarde, algo desorientado, se acercó al grupo de
niños que, rebajados de las labores de los adultos, jugaban en el prado. En ese
momento, el más pequeño de los primos, de unos cuatro años de edad, rodeado en
un círculo por el resto, se arrimó inocente a su cara, creyendo qué a quién
tocaba, era un perro. Lo estuvo acariciando hasta que su abuelo, desde lo
alto del carro donde estaba acopiando la hierba, se percató de lo que estaba
ocurriendo y dio la voz de alerta al resto de la familia. Al oír los
gritos y los engazos en alto de los adultos, el lobo echó a correr; perdiéndose
su pista por entre los robles y la densa maleza, ignorando el grupo
perseguidor, la dirección exacta de su huida.
Mucho tiempo después, una tarde similar de principios verano,
mientras descansaba en fuente Cimera de un largo paseo me acordé de esa historia al creer ver
por un instante; el soberbio y armónico perfil de un lobo, recortándose
fugazmente, contra el tronco de
los árboles y zarzas en el crepúsculo rojo de junio. Aunque quizás, fue
sólo fruto de mi cansancio, debido al esfuerzo realizado, el que me hizo
pensar que aquella silueta sombreada de líneas cóncavas; era la de un
lobo con "poco pelaje y mucha maña". Como solía decir Parapar
cuando ganaba a los naipes en el bar de Prieto. Yo, crecí embutiendo mi
imaginación con los cuentos misteriosos de lobos que escuché
de niño. Muchas veces, llegaron a perturbar mi sueño, especialmente, uno
que me contó: Miguel el de la sierra, cuyo recuerdo rescaté de la memoria
en aquel momento. La breve visión, debido a mi cansancio igual me
confundió, y puede que en realidad, lo que vi, fuese tan solo
un perro silvestre.
Pero de lo que no dudo, es de lo que escuché
una noche del mes de enero al caminar por la acera helada que
hay, entre las casas de Gabriel el barbero y la de Rosa y el Español.
Ambas, separadas por la llanura escarchada que se prolonga
casi hasta el Boeza. Justo ahí, empujado por la brisa glacial
que arrastraba la humedad del río y hacia crujir levemente las ramas desnudas de los
árboles de aquel duro invierno, me detuve unos minutos, al oír
nítido; el aullido quejumbroso de un lobo castigado por el hambre,
intuyendo tal vez, el inmediato final de su reinado y el
declive de su especie. En el fondo, igual ese lamento
triste, no era más que un alarido afónico pidiendo auxilio
al firmamento frío en la noche clara de luna llena, buscando un porqué en
la curvatura infinita del vacío nocturno; suplicando una
respuesta a su escudo y gran defensor: Félix
Rodríguez de la Fuente, dónde seguramente descansa desde que su
reloj cósmico se paró misteriosamente en la gélida nieve de
Alaska, dejando en la orfandad, a toda la fauna Ibérica y a
mi generación.
Y así, poco a poco, nos estamos convirtiendo en testigos impasibles, asistiendo con desdén ante su inminente
extinción. Por ello, las generaciones venideras serán privadas de ese
astuto animal. Y sólo hallarán, si les interesa, en los
futuros libros de historia que son la
madre de la verdad, y en las imágenes
de papel impreso o digital: la belleza insuperable del lobo. Alguna
persona sensata, tal vez, les cuente a los futuros estudiantes, cuál fue
el motivo real de su extinción si no se pone remedio pronto. Y por desgracia
para ellos, nunca sentirán cómo se eriza la piel cuando se ha escuchado en vivo; el aullido estremecedor de un cazador
legendario que llegó a estar; en la cúspide del hemisferio norte y de su
linde: ahora, la debilitada luz de su cirio se derrite lentamente en el espacio temporal de este
presente prefabricado frente a la
inmensidad indiferente del mundo y el olvido. De modo que, lamentándolo mucho, intuyo que nuestros
herederos no podrán contemplarlo, como lo hizo David aquel lejano
verano de 1972.
No hay comentarios:
Publicar un comentario